Contra Sloterdijk
Entender el papel de Peter Sloterdijk (1947-) en la intelectualidad contemporánea parece una tarea extrapolada, en la medida en que no es difícil inscribir su pensamiento (y deshacernos automáticamente de él) como el de un filósofo de los tardíos años ’90. En efecto, el autor de Normas para el parque humano tiene todos los ingredientes de un pensador de esa época: lóbrego, televisivo, milenarista, lector de Osho, fatalmente desesperado y con frecuencia virulento. Siendo esto cabalmente cierto, también lo es que descartarlo como cosa vieja tornaría imposible la comprensión de buena parte de la reflexión crítica de nuestros días, y precisamente allí donde tiene calada sobre la intelectualidad argentina contemporánea. Es indiferente que algunos críticos literarios nacionales le prendan velas a Sloterdijk como si fuera de verdad un pensador alemán importante, demarcatorio. A quienes lo hacen sólo podemos recomendarles el repliegue ordenado, una ablución exculpatoria de la mano de Hans-Robert Jauß, Benjamin Buchloh y otros teutones que sí merecen ser leídos con énfasis. Pero este no es el problema de fondo. Lean o no a Sloterdijk, cítenlo o no, difúndalo, quiéranlo o no, lo que ocurre es que muchos críticos argentinos repiten su estructura sintomatológica. Que esta estructura es fundamentalmente traumática, ya ha sido dicho respecto del talkshow Sloterdijk-Habermas y debería repetirse con ocasión de la intelectualidad argentina. ¿No hay una afinidad de sentido entre el horror por la eugenesia en el contexto de la tardía posguerra alemana y la querulencia típica de los intelectuales nacionales de nuestros días?
Entonces, si desde el punto de vista canónico-didáctico Sloterdijk puede ser enteramente prescindible, desde el punto de vista clínico ocurre que sus ideas, su modo de pronunciarlas, sus repercusiones, dan la pauta de un estado de la crítica, funcionan como la prueba estadística de la conciencia mundial. Un gran lector de la prensa académica internacional como Reinaldo Laddaga es fundamentalmente sloterdijkiano; también lo es quien nos ocupará en esta ocasión: Josefina Ludmer, que no le pierde la pista al rosarino en lo que hace a sumar millas con su tarjeta de American Airlines.
Quizás resulte poco claro lo que decimos, y efectivamente lo es. Por una parte, Sloterdijk muy pocas veces es tomado en serio; por otra, nos permite radiografiar de cuerpo entero la escena crítica actual. En muchos contextos de pensamiento, el hombre es considerado poco importante; precisamente, incluso, en aquellos que él venera o imita con retraso (Francia, entiéndase). En otros, en cambio, es festejado a puro bombo. Comenzaremos el examen por este último punto.
El filósofo de Karlsruhe bajo la acción de los algoritmos
Dejando de lado conjeturas imprácticas, metimos mano a google para saber si el demiurgo de la Crítica de la razón cínica era querido por doquier. Siendo ese su título favorito, el que lo hizo conocido entre los intelectuales, el que mejor permite parametrizar distintas búsquedas, los resultados fueron extravagantes. La búsqueda Sloterdijk+razón+cínica arrojó cerca de 12500 documentos, todos ellos obviamente en español. La correspondiente secuencia de términos en alemán (Sloterdijk+zynischen+Vernunft) no dio mucho más: 16800. En inglés, el idioma que gobierna, podemos contar 18100 resultados para Sloterdijk+cynical+reason.
Curioso, este buen desempeño de la internet hispanohablante para con un filósofo alemán contemporáneo. Pensemos que la búsqueda Theodor+Adorno+Kunst tarda 0,2 segundos en arrojar algo así como 545.000 páginas, mientras Theodor+Adorno+arte da 152.000. Menos del 30%: por cada 100 páginas en alemán que mencionan a Adorno, hay cerca de 27 en castellano. Por cada 100 páginas en alemán que mencionan a Sloterdijk, en cambio, hay 75 en castellano. 12500 resultados en español, decíamos, frente a 599 en francés para la búsqueda Sloterdijk+raison+cynique. Algo como... ¿veinte veces menos? Más inquietante todavía es la sobriedad de los datos en portugués: los numerosos millones de personas que suman brasileños y otros hablantes de esa lengua dan apenas 96 (¡!) resultados para Sloterdijk+razâo+cinica.
Concretamente, tiende a ser difícil desde Buenos Aires buscar información sobre Sloterdijk en internet y que esta no provenga de páginas españolas. Para dar con textos en otros idiomas es necesario incluir voluntariamente algún término extranjero en la búsqueda (lo que no ocurre con Gustave Flaubert, ni con Benjamin Netanyahu). Si no se hace esto, uno ve sucederse innumerables páginas procedentes de universidades peninsulares. Pronto se descubre que hay un cuantioso público especializado, en Sevilla y otros polos intelectuales de tal importancia, que lee, difunde y traduce notablemente a Sloterdijk. Si de las 599 entradas-google en francés muy pocas contienen un halo de entusiasmo al hablar del telepolemista que le torció la muñeca a Jürgen Habermas, las muchedumbres universitarias de allende los Pirineos, por el contrario, parecen amarlo incondicionalmente. Sloterdijk puede ser mencionado, incluso comentado, a nivel mundial, pero sólo es reverenciado en España.
Catulo o Cicerón
Sabemos que España es un país significativo en cuanto a políticas editoriales para el mundo de habla hispana; sabemos también que es del todo irrelevante en términos filosóficos. Pero si conviene resaltar el hecho de que es allí donde Sloterdijk cuenta con una bancada importante, no es tanto para desmerecer sus ideas como para comenzar a entenderlas, notando que sólo en el contexto de una tradición de enseñanza como la española (tomista, más teológica que filosófica y deliberadamente anticrítica) podía prender un filósofo cuyos parámetros de discusión se sitúan entre Nietszche, Heidegger, el Tao, Foucault y algunas oscuridades menos famosas. Por lo demás, adjudicarle oscurantismo a Sloterdijk no es un peligro; su pensamiento rebosa de sepulturas, de post-, de “ya no hay x, y, z...”, de muertes de esto y de lo otro. Es oscuro en un sentido específico: es melancólico, para decirlo todo, es dark; tomando en cuenta su francofilia, también podríamos llamarlo spléenetique. Es que, en sentido estricto, Sloterdijk es un pensador de la decadencia, y no precisamente de los más aptos. No en vano se han notado las comparaciones que establece entre el mundo contemporáneo y la Roma del Bajo Imperio, llena de lujo asiático, orgías de sangre y dioses que mueren. Con palpable retraso frente a Oswald Spengler y una notoria tradición de escritores decimonónicos que han recuperado este tópico, Sloterdijk nos dice por enésima vez que el mundo tal como lo conocíamos está terminando. Ya en su ochentera Crítica había anunciado que la humanidad estaba ingresando en una era post-ideológica. Allí estaba el sufijo de sus amores, sobre el que volvería incansablemente. Más tarde publicó Normas para el parque humano, polémica conferencia brindada en el castillo de Elmau en 1999, número plagado de connotaciones sombrías y milenaristas, que no debe ser tomado por una contingencia aislable: Sloterdijk no hace en ese texto otra cosa que manifestar su preocupación por el rumbo que ha tomado la humanidad; en concreto, le preocupa la aparentemente irrefrenable caída del humanismo como modo de domesticar al animal humano. En las primeras líneas de este Y2K filosófico se nos informa que la esencia del humanismo consiste en “el modelo de una sociedad literaria”, basada en la “telecomunicación fundadora de amistad por medio de la escritura”. De esta descripción, velozmente, se deducen el ímpetu alfabetizador como herramienta efectiva de socialización, la posibilidad de los Estados modernos, las ideas de progreso, libertad, etc. –el mundo amigable tal como lo conocíamos, en suma. Uno se siente tentado a discutir tal caracterización del humanismo y de la modernidad; pero Sloterdijk mete todo bajo la alfombra del pasado y nos convence de que lamentablemente… ya no hay humanismo. ¿Qué ha pasado? La respuesta es sensacional: lo mató la cultura de masas. Recuperando el mito de la decadencia latina, Sloterdijk no vacila en afirmar que el proyecto humanista no pudo hacer nada frente a la cultura masiva del espectáculo, el nuevo circo de gladiadores definido por la radiofonía y la televisión. Lo que en la filosofía de Adorno fue Auschwitz (lo impensable, lo enmudecedor, la cosa en sí traumática que echa por tierra los ideales ilustrados), en Sloterdijk es la fibra óptica. Para él es un dato de la realidad que “la época del Humanismo nacional-burgués llegó a su fin porque el arte de escribir cartas inspiradoras de amor a una nación de amigos [...] no fue ya suficiente para anudar un vínculo telecomunicativo entre los habitantes de la moderna sociedad de masas”. He aquí el comienzo del fin: la humanitas (el proyecto humanista) ha colapsado porque su medio tecnológico (la lectoescritura) ya no es una dominante social válida.
Eutanasia, eugenesia, gramática
Después de semejante estado de la cuestión, Normas para el parque humano no podía sino volverse aterrador, sombrío y declinológico, afín al renuente catolicismo universitario español, al contexto de una casta de docentes fascinada por la (recientemente descubierta) crítica de la modernidad. El tono general de las Normas es el del “ocaso de Occidente” de Spengler, salpicado con algunos más recientes tabúes germánicos (la manipulación genética, el hombre superior y otras cosas que provocaron irritación entre los periodistas de Munich y, fundamentalmente, en el abnegado Habermas). Esto no nos interesa por el momento, puesto que se deduce de los postulados de cine catástrofe que están en juego, y es más bien hacia estos últimos que conviene dirigir la atención. Porque no debe resultar llamativo que la equiparación que Sloterdijk impone entre el proyecto humanista y el medio tecnológico gracias al cual se propagó primariamente (la escritura epistolar, más ampliamente la cultura libresca) vaya de la mano con la incapacidad de pensar cabalmente el mundo de hoy en términos relacionales e históricos. Pensador totémico, capaz de reducir la carpintería al clavo y el sistema de transporte aéreo al don divino del combustible para aviones, Sloterdijk comprime la totalidad del humanismo, con sus inherentes conflictos y tensiones, en la simple tecnología lecto-escrituraria que, según propone, lo hace ser. Al afirmar que “lo que se llama humanitas desde los tiempos de Cicerón pertenece en sentido tanto estricto como amplio a las consecuencias de la alfabetización”, vuelve asubjetivo lo subjetivo. “Humanismo” ya no es un proyecto, ni un sujeto histórico, sino apenas apenas un acusativo de lo técnico: las tele idiotiza, las bombas matan gente, las tablillas de cera escriben los Amores de Ovidio, etc.
En vivo desde Selva Negra
Un proyecto no es lo mismo que sus medios; si lo fuese no tendría sentido alguno distinguirlos. A la postre, no cabría hablar de “proyecto” alguno, y lo que pretende Sloterdijk es precisamente esto: considerar el humanismo como técnica, dando por perdidas sus posibilidades críticas. Sería ocioso resaltar la raigambre heideggeriana de semejante idea, en principio porque el propio Sloterdijk subtitula su discursocon la leyenda Una respuesta a la ‘Carta sobre el humanismo’, y más generalmente porque, tras los pasos del angustiado rector friburgués, piensa su objeto como tenaza técnica, seres olvidados, estados de yecto, etc., etc. Y si al comienzo nos preguntábamos por la elocuente recepción española de la filosofía de Sloterdijk, esto sólo puede responderse vía Selva Negra; pues Heidegger es el otro enfant gaté de la élite intelectual española, y los argumentos de Sloterdijk son legibles desde (y sólo desde) la metodología que imponen los cinco primeros parágrafos de Ser y tiempo. Desde el riñón heideggeriano ortodoxo, Sloterdijk podría ser considerado un disidente (propone que lo antropobiotécnico tiene primacía sobre lo ontológico, por ejemplo), pero esto no lo hace capaz de trascender los límites históricos y políticos intrínsecos al pensamiento de su mentor. También puede seducir a muchos comparando a Heidegger con un pastor, pero lo importante es que le reconoce el hecho de haber podido dar forma a la pregunta de la época, a saber, cómo domesticar al animal humano una vez que la “sociedad de amigos” del humanismo se reveló incapaz de hacerlo en la época de los mass media. Sloterdijk puede, también, proponer lo antropobiotécnico como la agenda de la filosofía, y en esto es consecuente con la profesionalización del discurso filosófico, dado que una temática tan latosa tiene considerable salida laboral en los medios –no así, p.ej., los detalles más felices de la lógica trascendental kantiana. Si el filósofo de la pequeña Karlsruhe siente que la televisión se ha devorado todo, en algún sentido está en lo cierto, y su propio ser-en-la-tele es más que elocuente.
Manibus lilia plenis
Al pensamiento reaccionario de la Alemania de entreguerras, ligado estructuralmente con reivindicaciones corporativas (territoriales, nacionales, artesanales, idiosincráticas, etc.), propias de conflictos que el proyecto modernizador dejó abiertos, Sloterdijk le agrega bytes y satelites, situándose claramente en relación con ese debate: en lugar de releer a Gropius, relee a Heidegger. Desde su punto de vista, lo crucial es esencialmente simple: la humanidad se ha sentado sobre nuevas bases que, dice en Normas..., son “decididamente post-literarias, post-epistolográficas y, consecuentemente, post-humanísticas”. Nótese la actuación del tremendo adverbio consecuentemente como prueba de la equiparación que señalábamos antes; y nótese, correlativamente, que Sloterdijk es un verdadero campeón del post-, mérito considerable en una época en la que este deporte de tuberculosos alcanzó estatuto profesional. ¿Sus reglas? Decir que las cosas mueren y arrojar lirios a manos llenas, como una virgen prerrafaelita. He aquí la plena compenetración de Sloterdijk con el estado actual de la crítica, su carácter de caso, de ejemplar privilegiado de una manía circulante. Si la crítica actual es deprimente, esto ocurre principalmente porque ella misma es maníaco-depresiva: presenta idea de suicidio, tristeza aguda, desgano, desatención; a menudo, incluso, escucha “voces”. Nadie que no conozca un poco la psiquiatría de Kraepelin puede entender qué son estas “voces”: es que estamos frente a un discurso visiblemente psicótico. Quien lea a Sloterdijk podrá añorar la formulación definitiva del pesimismo cultural que Paul Bourget dio en 1885: “una mortal fatiga de vivir, la sombría percepción de la vanidad de todo esfuerzo”(1).
¡Sí, no, blanco, negro! Todo este carril de reflexiones merecería que mencionáramos un término tabú: posmodernidad. Palabra que ha devenido vergonzosa, quizás debido a su colocación en charlas de peluquería, o por otros motivos vinculados con el desgaste. La crítica actual, exceptuando algunos casos de hipnosis conceptual irreversible, esquiva el término con mucha gracia. Mientras tanto, todo su marco de reflexión permanece en esencia idéntico al del posmodernismo canónico: el juego consiste en tomar un sustantivo vinculado con lo moderno (puede ser cualquiera: ciencia, literatura, Estado, proletariado, industria, sujeto, ferrocarril), sugerir que la modernidad no es más que ese sustantivo, decir “ya no”, y después deleitarse ante la invención: así, vivimos en sociedades post-literarias, post-científicas, post-estatales, post-proletarias, post-industriales, post-subjetivas, post-ferroviarias. Es totalmente obvio que cualquiera de estos “post-” equivale a decir posmodernidad, pero suele darse el extraño fenómeno de que quienes mejor silencian esta categoría sean, también, los más fervientes defensores de sus ridículas sustituciones léxicas. El lector percibirá que nos acercamos a la crítica literaria argentina, más puntualmente al reciente trabajo de Josefina Ludmer sobre las literaturas post-autónomas. Nunca se podrá decir que nuestra intelectualidad esté a la zaga de las novedades.
Park Fiction
Habiendo hablado de parques y de posmodernismo, no resultará insensato traer a colación un término muy linkeado con ellos: ficción. Y algo más: virtualidad. Deberíamos decir, todavía: arquitectura, comunidad, urbanismo. Cuando Sloterdijk hace circular su noción de parque humano, nos remite al cúmulo de reflexiones que en el último tercio del pasado siglo han vinculado e interrogado todos estos términos. En esos años, el devenir-ficticio del entorno humano fue debatido e instrumentado desde una cantidad de disciplinas, desde la arquitectura hasta la crítica cultural. Sloterdijk, indolentemente, tomó el término “parque” tal como se lo presentaba la radiodifusión 1990, despojado de todas sus aristas problemáticas: la creación de comunidades cerradas, barrios privados, sociedades artificiales, ciudades temáticas, aduanas, murallas, etc., que lentamente se iba definiendo y tomando cuerpo en la década del “fin de las fronteras”, la telepresencia a distancia y los colores unidos por Benetton. Todo esto no resulta, al parecer, digno de ser mencionado, mucho menos de ser leído a la luz de la economía política general. Por eso las fuentes conceptuales de las cuales Sloterdijk bebe permanecen en sombras. Con sólo mencionar el debate de la arquitectura posmoderna, correría el riesgo de dar a entender que sus parques surgen del primitivo aprendizaje de Venturi en Las Vegas; que las nuevas formas de interacción objetual y social que proponen las comunidades artificiales, tanto como los shoppings y los casinos, surgen de la instrumentación global y minuciosa de técnicas de experience management propias de la competencia capitalista: una arquitectura “incitante”, “hedónica”, apuntada al tráfico de mercancias vivenciales. El candor de quienes promulgaban la primacía de lo virtual en arquitectura fue de la mano con la promoción industrializada de entornos preparados para “entretener vendiendo”. La ficción fue, simplemente, el universo de herramientas con los cuales esto pudo lograrse, pluscualificando y ritualizando las mercancias compradas y el lugar en el que se la compra. Los laberintos, los juegos bizarros de escaleras, espejos, etc., de cualquier construcción posmoderna aceptable, hacen que sea muy difícil orientarse y, si la escala lo permite, encontrar la salida: literalmente capturan al consumidor, y a cambio le ofrecen un micromundo de objetos. Cuando un pequeño comerciante abre una tienda de adminículos para lactantes y la titula Mundo bebé, tiene plena conciencia de lo que está haciendo. Mayor, incluso, que la de muchos intelectuales. Si se trata de promover el consumo, toda industria debe ser industria de ficción, y es el programa arquitectónico-urbanístico de los ’70-‘80 (con sus mayores proezas y su difundido provincianismo) el que se encarga de lograrlo. Alguien puede observar que hace tiempo han pasado de moda el signo-casa del techo a dos aguas, la mansarda impráctica y la innecesariedad de columnas que Venturi recomendaba, pero el mundo arquitectónico es hoy más posmoderno que nunca: y si ya no le basta con Las Vegas para incentivarnos a poner monedas en la maquinita, hace uso indolentemente de los mejores logros formales del racionalismo alemán. La diferencia sustantiva entre la arquitectura contemporánea y los programas modernos que pusieron el acento en la “escala humana” (Bauhaus y afines) no es colorística, sino económico-proyectual: la industria se ha desembarazado efectivamente del humanismo y sus obstaculizantes ideas. Ya Hitler se sacó de encima a los locos del Bauhaus, y los desarrolladores inmobiliarios y empresariales desde entonces han sabido imitarlo; el horizonte urbano-ambiental del mundo capitalista volvió a una coyuntura similar a la de los años ’90... del siglo XIX(2).
Epitafios a toda crítica futura que quiera presentarse como ciencia
El post-post-post sirve precisamente para tapar con sus repiqueteos guturales la evidencia de una coyuntura que debe ser cabalmente comprendida y políticamente afrontada; declarando decesos conceptuales por doquier, lo que hacen los críticos es resituar una discusión económico-mundial en el mero nivel perimible del particularismo técnico. Se deja de usar hormigón, y se acaba la modernidad. Se deja de ir al desfile militar del 25 de mayo, y se acaba el Estado-Nación, etc. Este violento particularismo indica que los críticos contemporáneos, por regla, son legitimistas; de ahí el odio instintivo que les despierta la idea de proyecto. Precisamente, lo único que hacen es intentar convencernos de que nada tiene sentido, de que todo esfuerzo es vano y otros estilemas de Discépolo. Fundamentalmente, han perdido la risa. “Vivir y ver morir”, sería el título de su canción de rock favorita. Pero no es por amor de la belleza exangüe que les interesan tanto los lechos de muerte; lo suyo no es la deliziosa agonia del monje negro Mario Praz, sino un intento desesperado para que nada cambie, para que nada mute ni se transforme cabalmente. Hablan de “metamorfosis”, “devenir” y “alteración”, pero sólo a título alucinatorio. Lo que les interesa es conservar el orden de cosas, no tanto deslindar las condiciones de posibilidad de ciencias futuras como lo contrario, es decir, tejer y asentar condiciones de imposibilidad para todo pensamiento orientado a la vida. Si la didáctica de Gropius apuntaba a formar arquitectos que cambiaran el mundo y operaran sobre sus conflictos, la didáctica de nuestros necrologistas consiste en decirnos que nada puede hacerse, para que, efectivamente, nada se haga. Lo que ya no se hace, lo que ya no existe, lo que ya no se puede. Este es el breve estatuto de nuestros pequeños Maurice Barrès, ansiosos por inaugurar el siglo.
Imposibilidad de proyectuar, sensación de perpetuidad, ataques de tristeza, vacilación, angustia... todo esto podría figurar en el anotador de un médico de adolescentes, y también en el de un lector atento de crítica literaria argentina más adulta. Pero quizá lo que decimos parece lejano, improbable: hablamos de teóricos de la decadencia, de un metafísico preocupado con tenazas geopolíticas, de un alemán que dice “eugenesia” y sale en la tele… ¿Qué tenemos que ver con todo eso? Lamentablemente, mucho; levemos ancla hacia el Río en el Río de la Plata y observemos el panorama inmediato. A la derecha, la isla Martín García. A la izquierda, Josefina Ludmer. Sin duda alguna, una crítica literaria de peso, la autora de El género gauchesco, un tratado sobre la patria, libro fundamental que muy pronto se volvió canónico. Ludmer es bibliografía obligatoria en sentido lato. Se ha venido desempeñando en academias norteamericanas dictando cursos de literaturas comparadas, y es quizá uno de los mejores y más representativos productos universitarios de los´70, década inevitablemente signada por la crítica francesa, Gramsci y los vaivenes del peronismo. Es innegable que Ludmer ha escrito muchas de las páginas más importantes de la crítica literaria nacional; incluso si frente a El género gauchesco uno se toma el trabajo de despejar ciertos manierismos y penumbras del estilo y se aboca al contenido de las tesis, encontrará que muchas de ellas no han podido ser superadas, que unas cuantas contienen todavía un elemento vibrante, original. Es por eso que la lectura de su último ensayo, “Literaturas post-autónomas”, que fue diversamente comentado y las más de las veces simplemente recibido como palabra real, depara grandes sorpresas al lector, primero porque Ludmer indudablemente ha ganado en claridad expositiva (parece que Estados Unidos ayuda mucho en ese sentido), y segundo, porque ha perdido todo lo demás. No hay ninguna exageración en esta última observación: la trémula consecuencia que se desprende de su argumentación no es sólo que la literatura tal como la conocemos dejó o dejará pronto de existir, sino que la crítica misma es ya algo inútil, perimido, en trance de muerte. Si Sloterdijk encarnaba el caso Dora de una mundializada sintomatología (el fatalismo, la idea de apocalipsis), Ludmer se revela interesante para pensar este desorden filosófico en las modestas dimensiones nacionales.
De la indecibilidad al desastre
Basándose en dos novelas de reciente factura, Montserrat de Daniel Link y Bolivia construcciones de Sergio Di Nucci, Ludmer procede a argumentar que ambas son ilegibles desde la perspectiva crítica usual, porque, si bien aparecen como literatura, “no se las puede leer con criterios o con categorías literarias (específicas de la literatura) como autor, obra, estilo, escritura, texto, y sentido. Y por lo tanto es imposible darles un ‘valor literario’: ya no habría para esas escrituras buena o mala literatura”. He aquí las literaturas post-autónomas. No importa que esto no se sostenga desde ninguna periodización, dado que lo que Ludmer encuentra de nuevo en Link y Di Nucci ya ocurría en Burroughs, en Puig y otros double agents de las primeras formulaciones del posmodernismo. Esto, a título de la ya mentada sustitución lexicológica: parece posmoderno, se ve como posmoderno, sabe a posmoderno, pero no se lo puede llamar posmoderno(3). Pero esto tampoco es lo más relevante de la propuesta de Ludmer, sino que, por sí solas, estas dos novelas recientes ya bastarían para sepultar toda crítica posible: dado que su régimen es el de la ambivalencia entre la realidad y la ficción, a la crítica sólo le quedaría “el ejercicio del puro poder de juzgar (o decidir) qué son, o también suspender el juicio, o dejar operar la ambivalencia”. Evidentemente, estamos arrojados a las tinieblas. Hay que suspender el juicio, hay que dejar operar la ambivalencia. No es extraño que esto suene como el manifiesto de un gremio de longevos, o como un programa de desregulación financiera; lo que importa es tener en cuenta cómo se construye el marco conceptual de Ludmer, pues es de éste que se deducen sus secuelas. La post-autonomía sucede a la autonomía literaria; para comprender semejante novedad, se vuelve necesario echar un ojo al cadavérico pasado: lo que se verifica hoy es “el proceso del cierre de la literatura autónoma, abierta por Kant y la modernidad [¡!]. El fin de una era en que la literatura tuvo "una lógica interna" y un poder crucial [¡!]. […] Autonomía, para la literatura, fue especificidad y autorreferencialidad, y el poder de nombrarse y referirse a sí misma”. ¡! ¡! ¡! Un tragamonedas no podría ser más escandaloso al entregar el premio máximo. Para Ludmer, la literatura moderna era autónoma, entiéndase autorreferencial. Ingenuamente creíamos que el proyecto balzaciano de la comedia humana configuraba las emergentes relaciones sociales capitalistas, que Baudelaire elaboraba la imagen icónica de la convulsionada ciudad del siglo XIX, que Proust reescribía historias singulares desde el punto de vista de los traumas socio-culturales de 1900. Nada de eso: eran autorreferenciales; como Zola, como Arlt, como Sarmiento, como Döblin, como Lugones. Tristan Tzara, jugando al ajedrez con Lenin, en Viena, repartiéndose con él las tareas del siglo (la revolución cultural y la revolución política), ¿qué era? Autorreferencial. Thomas Mann es un onanista; la burguesía alemana no existe, la tuberculosis tampoco. La literatura moderna se afanaba en el narcisismo (lo vemos en Brecht), en hablar sólo de sí misma (como ocurre en una novela de Arguedas), en disputas meramente retóricas (la Revolución Rusa, la guerra civil española, etc.) que sólo testimoniaban su separación respecto de la vida cotidiana de los hombres; en cambio, Ludmer verifica que en las literaturas post-autónomas “todo es ‘realidad’ y ésa es una de sus políticas. Pero no la realidad referencial y verosímil del pensamiento realista y de su historia desarrollista (la realidad separada de la ficción), sino la realidadficción producida y construida por los medios, las tecnologías y las ciencias”. Esta pintoresca terminología ludmeriana (“realidadficción” y otra que utiliza, “privadopúblico”) es ya un índice de la incapacidad de la crítica, que no podría ser siquiera capaz de elegir entre términos opuestos, teniendo en consecuencia que amontonarlos. Ludmer se gana nuestra simpatía con las resonancias físico-cuánticas de estas piruetas; pero lo que debe llamarnos la atención es la tesis fenomenológica implícita en esa frase: el horizonte de la vida cotidiana actual, el mundo de la vida, está construido por los medios tecnológicos comunicacionales. Y punto. Ludmer es uno de esos tecnointelectuales que puede afirmar que “lo cotidiano es la TV y los medios, los blogs, el email, internet” (y no los hospitales, y no los cuarteles, y no las huelgas). De un aserto semejante es que finalmente extrae la divisoria de aguas: si no forman parte de la vida cotidiana de la gente el trabajo, ni el servicio ferroviario, ni la prostitución, ni las inundaciones, y sí forma parte tener un blog, ver el programa post-ideológico de Mariano Grondona y chatear con chongos, se deduce que la literatura moderna, ocupada como estuvo con la vida pre mass media, hoy se revele anacrónica; de ahí también que la literatura post-autónoma se yerga, tal como lo expresa Ludmer, en tanto “constituyente del presente”(4).
1916
Sería muy fácil decir que, por una simple cuestión etaria, a los críticos de más de cuarenta años les quedan largos los recursos de la comunicación contemporánea: esto explicaría con sencillez el hecho de que ellos vean en internet, los blogs y demás el asomo de un nuevo e incomprensible mundo, pleno de devenires, indiscernibilidades y ambivalencias (tierra prometida del posestructuralismo que por fin pisamos); pero el hecho realmente subyugante, para el cual el criterio generacional no nos presta auxilio ni excusa, es que la modernidad misma fue la que los sobrepasó por todas partes, que sólo ocasionalmente pudieron estos intelectuales entrever algo de su sentido, que las más de las veces se distrajeron con aspectos laterales, lexicológicos, dejando de lado así el fenómeno de conjunto. No es que Ludmer mienta cuando señala que los rasgos específicos de la literatura moderna son “el marco, las relaciones especulares, el libro en el libro, el narrador como escritor y lector, las duplicaciones internas, recursividades, isomorfismos, paralelismos, paradojas, citas y referencias a autores y lecturas”; el problema es que estos rasgos son simples medios técnicos al servicio de algo más, y nada nos dicen del proyecto moderno en su sentido integral, como así tampoco nada sabremos del humanismo confinándolo a la correspondencia grecolatina. Es evidente, por lo demás, que para teorizar las literaturas post-autónomas Ludmer se vale del flamante formalismo ruso de 1916: sin el concepto de literaturnost, de aquello que es “literario en sí”, no podría convertir la literatura moderna en un conjunto de procedimientos tediosos, preexistentes al Renacimiento en gran parte, y no podría tampoco decretar su ocaso frente al nuevo sol inespecífico de la post-literaturiedad. Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología.
Fwd. Message
Josefina Ludmer es una intelectual que en los ‘70 defendió el rigor de la crítica literaria frente a los embates del populismo teórico, sólo interesado en comprobar cuán dependientes éramos respecto de Europa. ¿Cómo es posible entonces que hoy practique el autosacrificio en tres páginas inventando una categoría, la de post-autonomía, que ni siquiera puede pensar, dado que su única determinación estriba en “no ser concebible desde la autonomía”? ¿Cómo puede cometer la imprudencia de partir la historia de la literatura en dos a partir de Daniel Link y Sergio Di Nucci? No hay nada de malo en comprender y legitimar la producción novelística actual; esto es precisamente lo que Ludmer no hace. Pues huelga decir que todo lo evidentemente singular que pueda tener un texto como Montserrat le pasa largamente por al lado. No es preciso releer demasiadas veces la novela que Daniel Link publicó por Mansalva para entender que su principal fuente de absorción no viene dada por “internet”, “los blogs”, como hechos absolutos, sino antes que nada por un arco de intereses claramente vinculados con la labor de un intelectual. Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Lo que importa es qué se dice, qué se construye, qué se problematiza. Igualmente, si podemos considerar a Montserrat en relación con otros productos de la “novela de crítico” contemporánea (digamos Silvia Molloy)(5), es para remarcar que se aleja de ellos. Pues el protagonista, p.ej., se cartea con un enigmático R.C. que menciona diversas anécdotas relacionadas con la presencia de Duchamp en Buenos Aires, tema investigado en estos días por numerosos especialistas y aficionados; asimismo, comenta asuntos de universidad, etc. Pero nunca evangeliza. Más bien, hay muchas, demasiadas preguntas, demasiadas vacilaciones en esa novela. Molloy escribía cientos de páginas para convencernos de que la homosexualidad es un devenir-menor. Link, más económico, sospecha que la cultura de masas ha envejecido en poco más de 150. No hay tesis en Montserrat, más bien hay restos de pensamiento, detritus hipotéticos, desorden, nerviosismo y una palpable desorientación. Y esto habla del estado de la crítica. Avispado como es, Daniel Link se da cuenta cabalmente de que las cosas no andan bien. Lo que podríamos preguntarle es simple: qué se hace. En su dispersión de temáticas críticas, Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa. De esto mismo se deduce que el texto de Ludmer, “Literaturas post-autónomas” sea un texto triste, descreído incluso de sí mismo, casi obligado a existir. Siendo incapaz de asumir las implicancias de su objeto, el texto crítico existe contra sí mismo: es la paradójica argumentación de la muerte de la argumentación, la crítica literaria que voluntariamente se deja desaparecer, el cadáver que, cuando el velorio termina, cierra la tapa de su propio féretro y se abandona al sueño eterno. Suena la postrer hora: hay un ente que no quiere persistir en su ser. Ya no tenemos literatura, ya no tenemos crítica, ya no tenemos proyecto. Privados de toda tarea relevante, expulsados del curso de la historia, sólo nos queda consumar generalizadamente la desaparición hasta el fin de los tiempos. Sólo nos queda trenzarnos todos en una lucha completamente vacía, irracional, sin otro fin que la nada. Se avecina el nihilismo. Se avecina el debate sobre Soriano y sobre Di Nucci.
San Vicente
En los tenebrosos días de febrero-marzo de 2007, llegando a término el ciclo estival porteño, dos debates ocuparon la agenda de la intelectualidad nacional. El lector sabe a qué nos referimos, pues los nombres de Sergio Di Nucci y de Osvaldo Soriano estuvieron ocupando no sólo a incansables bloggers sino primeramente a dos publicaciones de alcance masivo: respectivamente, la revista Veintitrés y el suplemento Radar. Describamos esquemáticamente los hechos. Por un lado, el escritor Sergio Di Nucci presentó una novela, Bolivia construcciones, al concurso del diario La Nación, lo ganó, y al poco tiempo el jurado decidió retirarle el premio después de considerar que el autor había cometido plagio; por otro lado, el suplemento Radar publicó un dossier con motivo del 10º aniversario de la muerte de Osvaldo Soriano, y uno de los necrologistas, Guillermo Saccomanno, contó que Beatriz Sarlo había invitado una vez a Soriano a dar una charla en la Facultad de Filosofía y Letras con el objetivo expreso de hacerlo quedar mal frente a los estudiantes. Hasta aquí, nada especial: tenemos, por un lado, un mero autor acusado de plagio, y por otro, una disputa personal e insignificante. Sin embargo, esto bastó para desatar un tiroteo feroz, multitudinario y vacío. Para unos, Sarlo nunca invitó a Soriano; para otros, Di Nucci no había plagiado, porque en la literatura no hay plagio, sino sólo robo y don; los de allá resaltaban que el edificio situado en Puán 480 estaba tomado por una secta elitista que odiaba las novelas con llegada popular; alguno barruntaba que defender a Di Nucci era algo típicamente menemista. Ni Jorge Panesi, de lo mejor que tenemos, se salvó de opinar (et tu, Jürgen?). Las balas silbaban en el aire, había corridas, pedradas, y en ninguna parte se estaba seguro. Dawn of the Dead. El virus de la querulancia impráctica evolucionó, el contagio se extendió ampliamente. Las causas primigenias, que evidentemente no importaban, pronto tendieron a desvanecerse, y los caníbales se batieron en torno al verdadero alcance de la categoría de intertextualidad, el papel de las mujeres en la historiografía de Osvaldo Bayer, la muerte del autor, la artificiosidad del copyright, el malhumor de Soriano, la plusvalía, la post-autonomía, la misión del jurado, y más, y más, y más.
Algún zombie apasionado nos podría acusar de “simplificar” estos debates, pero ocurre más bien que estos debates son simples en sí mismos, es decir, son meros existentes sin causa, irracionalidad hecha cosa. Basta una simple pregunta: ¿qué quieren los que debaten? ¿Qué cambia si, por ejemplo, todos aceptamos que Di Nucci es en realidad un artista de la intextualidad? ¿Qué aspecto de la literatura se transforma admitiendo que Soriano debería ser tratado con más respeto por los especialistas en literatura argentina? ¿Qué ganamos al decir que la literatura no tiene dueño? La respuesta es breve: nada. Es que no hay nada en juego, sólo hay síntoma. No hay lucha, hay confusión. En el fondo, hay trauma, exteriorizado en violencia. La crítica literaria nacional entierra todo lo que tiene a mano, pero no es capaz de hacer un duelo, de afrontar su propia historia, su contacto con la violencia, con el horror, con la miseria. Su sobrevida fantasmal nos permite un epíteto alla Ludmer: los críticos no están muertos ni vivos; en sentido estricto, son muertosvivos. Como los fantasmas del cine japonés son inmanentes a la casa en la que ocurrieron sus muertes, que repiten incansablemente, los críticos sólo pueden acusarse como si hubiera alguna razón para hacerlo, repitiendo y repitiendo cantinelas vaciadas de cuerpo. Odiarse, insultarse, reivindicarse; sin orden, sin motivo, sin esperanza. Si la práctica crítica contemporánea debiera periodizarse en relación con una fecha importante, esta no sería otra que el 17 de octubre de 2006, cuando el cadáver de Juan Domingo Perón salió de las sombras para hacer un pequeño recorrido folclórico y encontrar la paz en la villa justicialista de San Vicente, devenida mausoleo histórico. Perón, o sus restos, debieron tocar de pasada la Facultad de Filosofía y Letras; allí estaban los intelectuales, listos para una foto junto al líder. Hubo un codazo, otro que se fue de boca, y se armó la gresca. Corridas, disparos. Putearse un poco y salir en la tele.
Apéndice: ¿Es la crítica actual nuestra Edad Media?
Documenta XII, la megaexposición internacional de arte contemporáneo que abrirá sus puertas en la ciudad alemana de Kassel a mediados de este año, hizo llegar a las más prestigiosas revistas de arte de todo el mundo una consigna elocuente: ¿es la modernidad nuestra Antigüedad? Es decir, ¿debemos seguir suspirando por la modernidad, o hemos llegado por fin a la necesidad de redescubrirla, sacarla del fango en que la han dejado nuestros precursores y proclamar, como los humanistas, que entre los modernos y nosotros median 1000 años de oscuridad? Esto quizás sería injusto, pero vivificante y necesario. Todo cambio histórico tiene ciertos márgenes de violencia; los franceses que pasaron de Grecia a la Bastilla lo sabían plenamente. ¿Faltan razones para pretender algo así? La intelectualidad nacional derrapa; la crítica internacional rebosa provincianismo y melancolía. En ambos casos, el oscurantismo es de rigor, así como la incapacidad para asumir plenamente el objeto. Son, sencillamente, ptolomeicos: lo que dicen no sirve, merecen callarse de una vez. Nada puede enseñarse, ni aprenderse. Nada puede decirse, ni discutirse. Si es cierto que la crítica ha muerto, no lo es que se haya tornado innecesaria. Si quieren convencernos de que ha muerto, es porque no van a vivir lo suficiente. El único debate es el debate de la Ilustración, y la única guerra es contra el oscurantismo.
Claudio Iglesias y Damián Selci
NOTAS
(1)Paul Bourget, Essais de psychologie contemporaine, t.I, p. xxii (“Avant-propos de 1885”).
(2)Cavando un poco más hondo, nuestros críticos sepultureros llegarían a la Comuna de París, y ahí sería lindo verlos.
(3)Marcelo Cohen, sobre el novelista norteamericano Jonatham Lethem: “está llevando más lejos y con más penetración la muy aspirada y ya recurrente unión entre “Dante-Bruno-Vico-Joyce” (o Shakespeare-Conrad-Faulkner, etc.; o la saga elevada que se prefiera) y diversos géneros de masas (cómic, policial, ciencia ficción, música pop...). Para evitar definirlo como posmoderno (...), digamos que se vale de pastiches de género”. (Inrockuptibles, 110, diciembre de 2006, p. 77. Subrayado de la casa).
(4)Lo más curioso es que Ludmer admite, casi con cariño, la pervivencia de lo "moderno-autónomo" en literatura. Casillero que, según su taxonomía, no es difícil pensar que ocupan Alan Pauls y otros escritores similares, prendidos del automatismo formal y la categoría de "calidad estética" (cf. nuestro artículo "A los reales seguidores de la crítica", publicado en EXITO 19. Pensar que Pauls es moderno-autónomo sólo porque parodia a Kafka es no entender históricamente la utilización de los recursos : lo que en Kafka fue moderno quizás en Pauls ya no lo sea. Lo que deja pensar esta aclaración de Ludmer es su incapacidad para intervenir concientemente el material que trabaja: legitima a quienes defraudan la "calidad estética", pero cierra su show con un cover de la banda contraria. Se parece, también, a un director de fútbol que hace entrar a un veterano prescindible y papelonero, en tiempo suplementario, con el partido ya decidido, para que tire un córner y se gane el aplauso del a hinchada.
(5) Sobre la tradición de la novela de crítico y su vínculo con la querulancia, ya nos hemos referido en un artículo motiovado en la lectura que Beatriz Sarlo hizo de la narrativa de Cucurto ("Análisis de un malentendido", EXITO 18)