A veces transpiraba demasiado. Se despertaba toda mojada y corría a la cocina de una forma desesperada, revolvía entre los frascos de la alacena más alta y abría los tarros camuflados de harina donde había docenas de pastillas. Nadie sabía donde estaban. Vivía sola. Una amiga, la Néstor, revolviendo un día la alacena para hacer escalope, abrió el tarro del secreto y se enteró. Había de todo tipo. Todos los cócteles mezclados. La Néstor la miró a la Angie cuando salió del baño con los ojos abiertos como huevos.
–Nena... estás… estás embichada vos y no me dijiste nada…
Esa noche lloraron juntas. Se contaron la triste coincidencia que habían ocultado las dos sin saberlo. Se contaron todo. Los miedos. Los rencores. Los dolores viejos y nuevos. Angie le contó cómo hacia para coleccionar esas pastillas. Amigas que tenían el bicho y dejaban las pastillas cerca de ella en un descuido, conocidos de reuniones de autoayuda a las que no iba más de una o dos veces, algunas de médicos a los que caía en crisis y empezaban a medicarla hasta que ella se retiraba cansada. Llegaba a su casa y las mezclaba todas, unas con otras. Terminaron de comer y de confesarse y se fueron a un cine porno a hacerse coger. Era lo único que las mantenía por momentos alejadas de la amargura.
La Angie nunca se había tomado el bicho en serio, juraba que ningún virus era tan boludo para comerse un cacho de carne tan envenenado como el de ella. Entonces, a pesar de no cuidarse, cuando le agarraban esos ataques de desesperación en soledad corría en busca de ese tarro de harina y se embuchaba todas las pastillas atrasadas que nunca había tomado a su debido tiempo. Si eran dos semanas atrasadas desde el último ataque, se las tragaba de a cinco, de a diez, o como le fuera posible, como le aguantara la garganta. Hasta que se quedaba tranquila y volvía a meterse en su cama esperando que los chuchos de frió, la fiebre alta y el miedo se le pasaran. Se despertaba como nueva. Como si nada.
La Angie estaba sola. Sus padres y sus hermanos se habían desecho de ella como si fuera un monstruo que manchaba su apellido y les devolvía al verla una carga tan enorme de culpa que sólo se soportaba con la debida distancia. La Angie. La noche la ayudaba a seguir viva. El poco afecto, o al menos el que ella creía sentir cuando algún tipo la levantaba en el Bajo Flores en su coche y la llenaba de besos hasta que acababa, para luego dejarla como la había encontrado. Cada día más sola y más puta y entregada.
Un día pasó un chongo en bicicleta por su parada. Un chongo de esos que parecen espejismos de la vida. Y una que es puta sabe que eso es droga de la buena. Nadie que guste de un buen macho puede decir que no aunque huela el peligro. La Angie coqueteó disimuladamente y el chongo paró. Se fueron a un telo que ella pagó billete sobre billete. Le hizo el amor como una bestia en celo. La besó en la boca sin poner excusas y le dijo las cosas más lindas que existían. Las más lindas. Las que no suenan a verso. La Angie supo que nunca lo olvidaría.
Cuando el chongo acabó, se paró y empezó a vestirse. La Angie, haciéndose la gata, desplegando un enamoramiento desubicado, intentó disuadirlo para que se quedara. El chongo la miró con asco y con una mirada que ella no había percibido antes. De pie y sin dejarse de cambiar, le dijo secamente:
-Dame la guita, puto, dame la guita…
Ella no entendió nada. Así no era como continuaba… Quedó en silencio, se envolvió en la sábana y se estiró a la mesa de luz para agarrar la cartera. El chongo le metió una patada voladora en el mentón y la hizo pasar del otro lado de la cama, quedando tirada sobre la alfombra. Como pudo, se tapó, pero la bestia se le tiró encima pegándole patadas en donde se le ocurría. Angie se retorcía de dolor como una víbora.
Se fue con la cartera. Ella, como pudo, se levantó y no se reconoció al pasar por enfrente del espejo. Parecía la reina de la morcilla. Violeta e hinchada por donde se mirara. Con una hemorragia en la nariz que se mezclaba con la de un ojo, que no sabía si todavía lo tenía porque casi no veía nada. Como pudo, tomó coraje y salió a medio vestir con la cara envuelta en la sabana. Salió del telo sin problema. El conserje, acostumbrado a esos quilombos, no decía nada –y si hacía algo, lo único era llamar a la policía. La Angie no quería. Paró un taxi que la llevó hasta la casa sin preguntar qué había pasado.
Llegó, fue hasta el baño, se miró fijamente en el espejo y lloró. Lloró hasta que le dolió el pecho más que los moretones de los parpados y del resto del cuerpo. Fue a buscar el tarro de harina. Le costó tragarse absolutamente todas las pastillas porque se le atragantaban con el llanto que no paraba un instante. Terminó de tragarlas absolutamente todas. Volvió al espejo y siguió llorando más que antes. De repente ya no se pudo ver más reflejada en el cristal, la hinchazón era tan grande que los parpados se habían apoderado de sus ojos, envolviéndolos con un calor y un latido insoportables. Quedó ciega, o al menos ella así lo creía. Siguió frente al espejo y dijo:
–Viste bicho hijo de puta… viste bicho hijo de puta que no me ganaste… ahora te jodo y me mato yo primero…
Y tanteó el espejo hasta descolgarlo y romperlo contra el suelo. Cayó. Se revolvió en los vidrios cortantes riendo.
A la tardecita del otro día, la Néstor la encontró desangrada, sonriente y desnuda, en el suelo. La casa era un enchastre. Y la Néstor pensó:
–Me jodiste, hija de puta… te me mataste vos primero.
Naty Menstrual
Octubre 2005