Noche y Día (Buenos Aires: Losada, 2005), es el último libro donde Arturo Carrera vuelve a sorprender con el don magistral de su poesía. Allí el artista elige forjar sus propios materiales ligados con una reflexión teórica que podemos advertir en sus prólogos. Ahora, nuevamente, sus lectores confirmamos como una de sus marcas definitivas, la fusión realizada entre la cultura clásica (Horacio, Ovidio, Luciano) y la experimentación moderna de un amplio espectro vanguardista: desde Mallarme a Bonnefoy, pasando por Lezama Lima, Sarduy y Haroldo de Campos. Y como siempre (llamando, incluso, a sus comienzos), la escritura de Carrera combina letra y plástica con la noción de ritmo musical elaborada sobre todo por John Cage y Oliver Messiaen. Bien podemos acercarnos al funcionamiento de la escritura centrándonos en un lenguaje cuyo primer plano es asumido por un minimalismo extremo; allí funcionan los contornos de figuras que desalojan la esencia de lo verídico, sin que sea necesario apelar a la generalidad y a la idea, exigidas en la práctica de la representación. Decimos entonces: Carrera destituye definitivamente todo crédito asignado a la refencia extratextual, renunciando a las "garantías" de la ontología metafísica. Y sin embargo, la vida esta ahí. Como el los sueños, los cuales están muy lejos de constituirse en un lenguaje superpuesto sino que, por el contrario, son parte testimonial de la experiencia. La escritura de Carrera, en su mágica concisión, dibuja trazos puros que no responden a modelos externos, o mejor, escribe líneas que insisten en una paradójica noción de cosmos; se trata de un vacío pleno, de un cielo rural colmado por la visión aérea de la cotidianeidad. Con un prólogo del autor y un epílogo de César Aira (quien sintoniza como nadie la experiencia personal y poética), Noche y Día nos muestra una textualidad donde los aspectos temáticos tienen menos lugar que eso que podríamos denominar forma motivada, algo así como "moléculas" de tópicos que cobran eficacia y necesidad a la hora de definir identidad y cromatismo de la poesía. Así operan el vuelo y la infancia, como lenguaje, trino y mordedura; de ahí el efecto sensual y sensible, la alquimia de una mirada detenida en la lenta metamorfosis de la luz sobre el verde del campo.
En sus ensayos, en sus prólogos, en notas y entrevistas, Carrera no deja de afirmar la importancia que va cobrando la simplicidad en su poesía; noción que nada tiene que ver con un cómodo sencillismo, sino que está ligada por entero al deslumbramiento lúcido de una creación poética elaborada. Desde el primer poema que compone la sección subtitulada Carpe noctem, Carrera formula la pregunta sobre la noche y desde allí inscribe su vínculo indisoluble con la experiencia y la escritura. Por ello lo real, más como búsqueda a través del espacio y del tiempo que como data empírica, vuelve sobre una letra que insiste en trazar una suerte de "nudo cósmico" entre el destino y el azar. La sintaxis poética parece amoldarse así a la paradoja suscitada por la necesidad de una causa invisible y la libre indeterminación de la contingencia que irrumpe como improvisación y como salto, como golpe súbito que detiene el curso de la naturaleza. La poesía entonces, alterna cada fragmento (el poema) con el continuo de una neutralidad que niega el final, el cierre y la teleología pendiente de la mera voluntad individual. Hablábamos de sintaxis lo cual supone un pensamiento artístico tramado con una idea de forma y de estructura, manifestado ya desde el primer verso del libro. Si nos detenemos en el sistema gramatical, es posible advertir que hay cierta recursividad de la predicación, cierta disposición invertida inclinada hacia el hipérbaton: el sujeto del segundo verso –las sensaciones- remite a un lugar único –"De la noche en la noche entre locuaces ranitas"-. Una ausencia de puntuación va a contrastar y a complementarse con los signos blancos, con los intervalos de un lenguaje que pone de manifiesto la presencia del sentido, como interrogante, no como conclusión. De esta forma, la poesía es medio y materia de lo real: poesía como filtro de ecos y restos, de lo real teñido de imágenes y de pregnancias tan ciertas como ambiguas. En este sentido, la sinestesia es el artificio de la captura residual, el tejido que retiene el testimonio fragmentario de los sentidos. Y siguiendo en esta línea, la sensación es producto de ese juego de intermitencias, alejadas de las leyes regulares de la representación; cuando se desaloja el orden de la mediación, el lenguaje se libera de los principios del clasicismo –en tanto escuela basada sobre normas estrictas de estética y comunicación, sobre la idea de medida y correción-. La sensación, en cambio, puede ser aquel lenguaje que invoca el misterio del saber y de la experiencia, tramados en los intersticios de la incompletud y la oquedad.
"y el niño no reclama monedas y más alto, las últimas/en su cabeza ansiosa siente sonar metálicas,/signo del padre ausente todavía." Estos versos pertenecen al primer poema y la cita apunta a subrayar un continuo marcado gramaticalmente por la conjunción copulativa. Vemos que la simplicidad que sostiene Carrera, es un sofisticado sistema donde los aspectos semánticos y formales se entralazan para poner de relieve el hilo tenue que une y separa lo visible y lo invisible. Se trata de una improvisación creada (Messiaen), de un repentismo ensayado que repone el lenguaje de la infancia, no tanto la infancia como tema sino más bien, la infancia como retablo y materia. Algo así como la verdad inmediata, tomada –o "pescada", como en la sección del libro titulada Carpe diem- con audacia y sin prejuicios. Queda así expuesta esa hilera que busca amarras entre pasado y presente, esa relación que la experiencia verbal propicia entre naturaleza y cultura. El adverbio "todavía" convierte la ausencia en presencia, como el anuncio de un hallazgo irreversible –el del padre- a través del sonido de la numismática. Pero la moneda, como en el anterior libro de Carrera, Potlatch, tambien es el signo, el revés y el derecho –cara y ceca- donde el doble es la réplica –no copia sino contestación-, lo otro del lenguaje en tanto rostro inaccesible: "más de cuanta media palabra no se amolda a su designio." En la poesía de Carrera no hay opuestos al modo del barroco del siglo XVII, sino matices que abren interrogantes sin respuesta definitiva. ¿Cuándo el padre se vuelve presencia? De cualquier manera, la palabra sin ajuste envuelve en una misma trama al misterio, al tiempo y al designio; la poesía es así la experiencia de un plus intransferible que no se amolda a la herencia discursiva. Desde esta misma perspectiva, la enunciación no hace explicito el paso obligado entre el antes y el ahora, cuyo efecto es el oxymoron de la subjetividad: el yo se constituye y se afirma en su propia disolución y en el olvido. Quizá el síntoma elocuente radique en el vértigo arrasador y en la sensibilidad aguda donde la primera persona del singular queda desalojada, o llevada a la superficie como doble donde el niño y el hombre, el "recuerdo" y lo actual marcan las instancias del sueño y del inconsciente. La poesía de Carrera no es el medio para traducir a distancia el recuerdo, es, más bien, la materia donde el recuerdo es registro literal e inmediato. En el mecanismo de la repetición (la insistencia que afirma la captura furtiva de los efectos sensitivos), la escritura imanta el éxtasis gozoso, esas láminas de tinta y cielo donde los actos conscientes y mecánicos de la memoria se desintegran en el espacio infinito del cosmos; y es allí donde la imagen encuentra esa "fijeza" icónica que trae el saber del tiempo. La escritura explora las sendas de una morada eterna, de un tablado escénico, creándose entonces la ilusión de un tiempo que no pasa, tan solo la utopía de una espera, la de los muertos que miran como espectadores festivos, agazapados y sorprendidos, la actuación de la existencia en los descendientes. Ovidio y sus Metamorfosis, pero también Yves Bonnefoy, con sus cursos alternantes entre movimiento e inmovilidad. Nuevamente, el poema acentúa el carácter teatral de la vida, la idea de una experiencia que no es pensable sin el lazo indisoluble de la infancia y el lenguaje; allí nace el pliegue del sentido que da forma a la escritura poética. Si el tiempo marca el ahora del instante (fugacidad, eternidad) lo real, efímero, muestra su huella en la paradoja del tiempo estático.
Noche y Día es el rostro doble de ese Tiempo, la doble réplica, la moneda de dos caras de un viaje inacabado; el punto, el enigma de un –misterio- de una coincidencia. Esa "síntesis" (que proviene de una concepción geométrica), inscribe el continuo de la experiencia materializada en la escritura (sombra y luz), el lado oscuro y el brillo evanescente. Aquí la paradoja supera la mera contradicción, porque el lenguaje del sueño permite acumular en fragmentos, los recuerdos y sensaciones. Ese es el punto de inflexión donde la simultaneidad inscribe su poesía en una línea de filiación con el barroco y el neobarroco; lo cual no implica que Carrera abandone su descenso gradual hacia la simplicidad, hacia el despojo zen un minimalismo deslumbrado.
Los aspectos visuales de la forma, se ligan desde el principio con una concepción de ritmo, cuyas pausas y detenciones dibujan el fluir del tiempo. Nuevamente Carrera repone una noción de espacio- tiempo, materia de indagación desde sus primeros textos (Escrito con un nictógrafo, Momento de simetría, Oro, su etapa más genuinamente neobarroca). A contrapelo de la trayectoria clásica, Carrera introduce una suerte de tiempo laberíntico inscribiéndolo en el proceso mismo de la creación; ciencia, arte y artesanado son las marcas del saber que definen desde siempre su poesía como work in progress, muy lejos del ciclo cerrado. En este nuevo libro, el yo de Carrera enunciado o más elíptico, se integra al trabajo de la escritura en actitud de contemplación activa, lo cual implica una posición tanto estética como ética. Si reiteradas veces señalábamos la presencia de Mallarmé en su poesía, lo hacíamos pensando en sus consideraciones acerca de la página como dispositivo formal, visual y físico, allí donde pueden encontrarse los equivalentes musicales que transforman la física de la obra. Por lo tanto, en lugar de una sucesión lineal de la propia historia, el autor justifica la necesidad interna de los textos, cuyo conjunto hace que un libro, en realidad no comience ni termine. A lo sumo, parece haber principios y finales que son las convenciones para que los verdaderos medios literarios –el ritmo y el tiempo que infunde la escritura- puedan hacer que se muevan con libertad y originalidad –pero sin arbitrariedad- los elementos del libro que son la página, la frase, el verso, la palabra, e incluso la letra. Así, el libro, en tanto expresión momentánea de la totalidad, extrae el paradójico movimiento donde la "fijeza" icónica –como ecos de Lezama- gira alrededor de un haz de posibilidades; allí, el laberinto es la demora y suspensión, espiral en el tiempo. En las escalas cromáticas de Noche y Día, se borran aquellos contornos que nos permitirían hablar de episodios o de anécdotas. En cambio, hay apenas el esbozo de una evocación lejana, cuando la memoria o la conciencia arde obstinada en su deseo de dar forma al sentido: la repetición de un "conteo" en el rumor precario de un sueño. "cúantas lágrimas-y en el fondo celeste,/cuántas gotas de rocío?/ Repetida fijeza de un sueño crecido/en la noche de un otro murmurado/." (pag. 35). "Los niños. Los hijos. Y lo que es peor: lo que ellos/nos hacen "creer" cuando nos acercamos,/ el hilo de su dolor, el discernimiento –niños; sí, niños/ aunque parezca mentira./ La repetición/esa inclemencia".(pag. 41).
La repetición cobra energía desde el modo de titular cada poema (cada uno se llama Carpe noctem, Carpe diem), hasta el sentido que la poesía elabora, ni más ni menos que la materia verbal y base de reflexión artística; y aquí, la vuelta perpetua del llanto y del goce, llama hacia el centro del retorno, a los rostros invocados. La repetición es una leve percusión que afirma las presencias, haciéndolas rodar sin disolverlas nunca. Cada poema se desplaza con miras al secreto y en la invisible novedad de cada recorrido, el conocimiento queda desarticulado. Así funciona el azar, a través de elecciones no determinadas o de subdivisiones prismáticas de la imagen. Si de continuo se trata, hay que señalar que cada nota, cuando aparece en el contexto, es entonces una entidad incambiable cuya fijeza va a integrarse en una serie de encuentros; y de la marcada elección personal, el grillo y los niños hallan una ubicación privilegiada. Esta concepción de lo visual está infiltrada por las nociones de silencio y de ritmo, cuyas elaboraciones más célebres corresponden a John Cage y Olivier Messiaen. No debe sorprendernos la relación entre Poesía y Música; quizá la mejor manera de organizar el delirio, sea la neutralidad (nec-uter, en el sentido de Blanchot) que sintoniza las constantes (aquellas marcas que identifican la poesía de Carrera, los afectos, los niños, el campo y los grillos) y las variables, aquellas notas en las que el poeta suspende la recidiva, la frecuencia pura de las marcas individuales. Así marca el ritmo y gradúa el paso del goce al dolor, de la contemplación al éxtasis abismado. No solo trata de medir el paso de un estado a otro, sino mejor, de captar la cohabitación simultánea donde asoma, al modo de Michaux, el resto de una misma pregunta: qué es esa suerte de tristeza dulce que me hace vacilar? La letra es entonces conjuro de "vigilámbulo", (otra vez, como en su poema de Potlatch), invocación de antiguas magias y trabajo de artesano, para lograr el punto concreto de lo oído y de la visión casi abstracta: "Pusiste música:/ arias de un señor llamado Erik Satie/no escritas nunca pero/ memorizadas de pronto: la infancia" (pag. 40).
Síntesis o recuperación de una antigua unidad, Noche y Día despliega un lenguaje musical ligado de forma indisoluble con las gemas misteriosas de la naturaleza. Esto no es pensable como paralelismos simbólicos, más bien se trata de la invocación o del dictado a través del grillo, del viento o de las hojas. Por ello habría que afirmar la experiencia subjetiva como captura, efímera e incompleta, pero real. En este sentido, ritmo y coloración tiñen el modo inmediato y directo de las relaciones entre poesía y mundo, ampliándose en mutaciones armónicas hasta llegar a constituirse en la experiencia como sensación. Simplicidad es el descenso o mejor, el continuo entre cielo y tierra; allí, la luna y el campo vierten la luz nocturna y trituran los bordes de la figura imaginada (por ello, la imagen trazada no responde a las exigencias del referente). Desde una perspectiva sintáctica, la alternancia de los pronombres potencia la fuerza del deseo secreto pero sin los rasgos sentimentales reclamados por la representación. Así, el rigor del sufrimiento cede lugar a la dulzura incierta, trenzada en el juego del goce ("Mucho en ella tenías y el colmo fue/ en el sueño este arco iris incompleto.") (pag. 20) y del dolor ("Claridad de la luna, ahora,/y esas tres nubecitas súbitas/que recortan el cielo con sus/puntillas mentirosas/ puedo rozarlas? Es con mi escritura la mano de un adios/ parecido al de la infancia, cuando mi madre se alejaba?" (pag. 23). Los tiempos simultáneos también acreditan el habla de la partida o de la ausencia prematura. Deteniéndonos en los motivos poéticos, la experiencia del infinito dentro de la cotidianeidad, repone el silencio de lo incomprensible en el ritmo del tanteo cuidadoso de los elementos: las gotas, las huellas, los brillos. La estrategia indicial –inacabada- de la escritura funde la descripción "neutra" y pura de una cosa o de un estado con el yo marcado en el pronombre posesivo ("tu mirada en mi memoria" (pag. 19); finalmente, el compás sensitivo desmiente o contradice la perspectiva del objeto que reclama su verdad distante y, en definitiva aparente. Así funciona la primera persona del plural en el cuarto verso de la segunda estrofa (p,.19). "La inaceptable intimidad de una espera". Intimidad inconfesable, experiencia incomunicable e instransferible, en tanto actitud del artista que no comparece ante la prohibición convencional. En este sentido, Noche y Día sostiene la poesía sin concesiones con el exterior, no obstante aquellos instantes en los cuales la experiencia parece volverse común: "Como una respiración que tiene la fuerza/de acallarnos." (pag..21).
El deseo es, de alguna manera, ese punto de inflexión entre movimiento y movilidad; por un lado, siendo tópico y forma, es pulsión verbal para dotar a las mínimas anécdotas con la vigilia de la promesa. Así lo testimonian estos versos: "Que lo que no sabemos qué es advenga para todos,/fingiendo todos saber que no lo saben./Ellos preguntaron: "Cómo será esta noche?/Qué fin tendrá la noche?/Próspero o adverso?/En el sentido una apuesta más secreta nos vigila/ y olvida" (pag. 22). El modo subjuntivo es más que elocuente para potenciar la ilusión, como interrogante y sobre todo como fórmula mágica y ritual cuyo conjuro suena como "ojalá que". De ahí en más, el deseo proviene de la invocación pero la invocación también es simetría y reunión, allá donde lo inmóvil se configura como rezo o plegaria: el poeta también habla con los muertos. Otra acepción de la noche cuando la música puede ser el "sitio escondido", la palabra que en su brote promisorio graba y borra: "Donde los recuerdos de nosotros mismos hace instantes/nos incluyeron y borraron. Fueron honestos cortes/de un verso cautivo. La memoria. El hastío que rotura/la tierra donde vivimos. Y olvidando podemos aceptar/ cada palabra nueva y acaso hacer abdicar/a la que se creía soberana... carpe noctem" (pag. 79). La poesía es entonces el medio de des/trabar el acertijo de un destino indiferente. Allí el olvido será inscripción, efecto de presencias irreversiblemente transformadas, en "historias en cadenas en apariencia mudas/ de ADN" (p.50).
De alguna manera, el silencio instala el juego de tiempos simultáneos; aquí, el grillo guarda el secreto de la naturaleza; el vuelo súbito, la desaparición repentina y alerta a la vigilancia del día: el canto del grillo es la noche en vela eternizada. No obstante su presencia pueda infringir el deseo de un origen perdido: "Catástrofe del grillo,/no vuelve a su unicidad, y en su ausencia/repetimos la hueca gama de los días" (pag. 56).
Pero la escritura de Carrera también juega con la simultaneidad en el plano lingüístico, con el trabalenguas infantil de los tejados de Chucena (pag. 27). La destreza verbal pone en sincronía el tesoro arcano de la infancia con la imagen misma de la poesía. Así, una construcción en ciernes se concentra ligera en el instante; desde un tiempo que parece no pasar a la velocidad que logra el trazo urgente y sensitivo, mezclando los materiales para lograr la perfecta textura. Música, perfume y color realizan la sinestesia plena. ("los techadores alinean las tejas/mientras hablan del campo;"). ("limpian, raspan, adaptan otras para que/cabalguen, perfectas, y que la nieve y el agua/se deslicen sin interrupción/ como ahora las figuras en la luz bajo el sol/animadas, suspendidas/ en los trinos, en los gorjeos de los pájaros").
El poeta escribe mirando y en la contemplación –extática- evita la metáfora en tanto recurso de tendencia abstracta y conceptual. Lo que hace más bien es comparar logrando así el efecto literal de una imagen extrañada, la misma que sugiere que el espacio es morada y nido para hombre, pájaro y grillo. El vuelo estuvo siempre en la poesía de Arturo Carrera. Vuelo cuya huella invisible trama los hilos entre el motivo (el viajero, el niño, los astros y el cielo) y la forma (esta simpleza tenue que alcanza como efecto la justa dosis de nitidez y precisión). Allí la lengua recupera el punto donde coinciden la naturaleza y la historia, en esa misma invisibilidad que aviva el síntoma incandescente del almanaque destruído (arco y curva de las hojas roídas, pag. 33). Noche y Día sigue explorando los secretos del universo preservando la capacidad de asombro. Lo visible y lo invisible es inherente al tiempo, a la estricta organización de las imágenes fugaces y suspendidas que tienen el aire de fragmentos pendientes de los sobreentendidos. Ese es el complejo silencio donde el comienzo y el final de cada poema (y de cada uno de los libros de Carrera) no son límites definitivos entre el antes y el después. En realidad, cada texto forma parte de un conjunto que no oímos pero que el autor nos deja adivinar gracias a los mecanismos que él ha desencadenado momentaneamente para nosotros, arrastrándonos en una cosmogonía de irrupciones. "Fuera de la dureza de la noche,/fuera de la fijeza sonora de la oscuridad/parece el día tan amable/que conoce mi manera de desconocer su lumbre."
Nancy Fernández