«Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones.»
(Mario Levrero, El discurso vacío)
¿Autor? ¿Narrador? ¿Personaje? Quienquiera que sea, en El discurso vacío, nos dice: «Yo ya había advertido hace algunos años que este tipo de escritura tiene unos efectos mágicos incontrolables, y no puedo evitar un fuerte sentimiento supersticioso de reverencia y temor, como si le estuviera robando el fuego a los dioses.
Hay otras formas de escritura, llamémosle literarias, que nunca tuvieron esta carga "mágica". Era la escritura inspirada, la que hacía compulsivamente, la que venía predeterminada desde lo más profundo. En cambio cuando trato de tocar lo que llaman realidad, cuando mi escritura se vuelve actual y biográfica, resulta inevitable poner inconscientemente en juego esos misteriosos y muy ocultos mecanismos, los que al parecer comienzan a interactuar secretamente y a producir algunos efectos perceptibles.»
Me resulta difícil pensar en una escritura que no sea literaria. Sobre todo en el caso puntual del uruguayo Mario Levrero. Sin embargo, aunque queramos evitarlo, al leer sus obras un interrogante constante nos atraviesa: ¿hay ahí autobiografía? Y, justamente, uno de los textos que más invita a pensar esta cuestión es El discurso vacío, reeditado recientemente por Interzona.
Esa es, tal vez, una más de las tantas preguntas sin respuesta en la obra de Levrero, y no trataré aquí de encontrarla. Sí hay, es cierto, datos autobiográficos. Pero, ¿hasta qué punto es eso importante? En El discurso vacío el lector se puede olvidar de cuestionarse tal cosa, perdido como estará en la vorágine de esa especie de diario oculto, velado en la forma de simples ejercicios caligráficos cuyo fin terapéutico es, recién iniciado, inmediatamente abandonado por el protagonista. La terapia consiste en lo siguiente: si la grafología puede reflejar el interior de una persona, este hombre elige desandar el camino: mejorar su caligrafía para aliviar, de ese modo, su estado anímico, espiritual, para combatir la desidia y el abatimiento provocados por una vida sumida en la costumbre y la imposibilidad de dedicarse a sí mismo.
La obra se divide, entonces, en dos partes: la de los ejercicios y la del discurso. Pero esos ejercicios que requieren una única y especial concentración en la letra, "en el dibujo de la letra", son interrumpidos por reflexiones cotidianas que atentan contra la terapia, contra la exclusiva atención al trazado caligráfico; los ejercicios se vuelven permeables y los invade repetidamente el discurso, aquella escritura "más literaria", generalmente reflexiones suscitadas por la vida cotidiana: un perro que demanda atención y libertad, un gato celoso y dominante, un hijo pesadillesco y entrometido, una mujer controladora y egoísta, una mudanza indeseada y obligada. Léase filosofía casera; es decir, los mismos temas que invaden los ejercicios.
Lo cual lleva al lector a ver mezclados, indiferenciados, "el discurso" -o literatura- y "los ejercicios" -o la ¿no literatura?-. ¡Pero cómo queremos diferenciarlo! ¡Cómo queremos darnos cuenta de que el discurso está entrando, sumergiéndose, surgiendo y dominando! Queremos creer que develamos el secreto, que reconocimos el truco y vemos ya desnudos los mecanismos que intentaban confundirnos. Pero no es tan sencillo, porque, como dije antes, en Levrero "escritura biográfica" y "escritura literaria" son parte de lo mismo.
Esa voz que narra en El discurso vacío (¿Levrero o no? ¡Levrero o no!) tiene, como el lector, la misma dificultad para hacer del "discurso" algo realmente diferente del resto de la escritura: «me gustaría dejar hablar a esa forma para que se fuera delatando por sí misma, pero ella no tiene que saber que yo espero que se delate porque enseguida se me escurre otra vez hacia la apariencia de vacío. Tengo que estar alerta, pero con los ojos entornados, con un aire distraído, como si no me importara el discurso que se va desarrollando. Es como entrar en un estanque con peces, y esperar que se aquieten las aguas agitadas y los peces se olviden de que algo agitó las aguas, y se acerquen, y comiencen a pasear su curiosidad próximos a mí y a la superficie del estanque; entonces podré verlos y, tal vez, atrapar alguno.»
Y es entonces cuando la cuestión Levrero o personaje, ficción o no ficción, deja de importarnos, porque pasan a primer plano los artificios de los cuales el autor se ha valido para hacernos creer tantas historias que rozan lo fantástico, o rozan lo autobiográfico, pero sin instalarse ni sentirse cómodo en ningún casillero particular.
Las de Levrero son historias que podemos descubrir y redescubrir incesantemente, porque las respuestas a nuestros interrogantes siempre se renovarán y, probablemente (y felizmente) nunca las alcancemos. Moraleja: «(Hoy leí una frase de Rilke que es monumental: dice algo así como que "la realidad es una cosa lejana que se nos acerca con infinita lentitud al que tiene paciencia".) (Tengamos paciencia, pues, y esperemos que esa cosa lejana se acerque.)»
Luciana Romar