el interpretador columnas mensuales

 

Las chicas de Letras se masturban así XVII (*)

Elsa Kalish

 

 

 

 

Presentación de Aquiles y Patroclo de Maximiliano Sánchez.

Poco y nada sé de Max. Apenas unos pocos datos biográficos que se desprenden de algunos mails que hemos cruzado: que se llama Maximiliano Sánchez y es de San Juan; que ha estudiado filosofía; que vive en Estados Unidos; que su teclado no posee la letra ñ; que ha escrito tres novelas –que no leí–, que está trabajando en un ensayo sobre Alejandra Pizarnik partiendo de la perspectiva de los románticos alemanes hasta llegar a Hegel y, de ahí, a Heidegger vía Derrida hasta Deleuze; que le gusta escribir cartas; y que este verano norteamericano —mayo/ septiembre— intentará terminar de escribir su cuarta novela.

Poco y nada sé de Max. Pero sé algo, algo más, lo que se desprende de los archivos de Word que me enviara con los mails que cruzamos. En esos archivos de Word me envió un puñado de cuentos y una obra de teatro y, cuando los leí, tuve la misma sensación que cuando leí por primera vez los cuentos que me pasaran Seba Hernaiz y Juampi Liefeld de Naty Menstrual: la certeza de ver en esa escritura un potencial, una vena narrativa que con trabajo, disciplina, y el tiempo afilando las armas y macerando las palabras, llegará a producir algunos textos realmente buenos, de esos que resisten la corrosión, el óxido y el avejentamiento prematuro.

A mí, a diferencia de otros compañeros de elinterpretador, poco y nada me importa leer a los escritores jóvenes o nuevos o contemporáneos. Mairal, Cucurto, Terranova, Casas, Abatte, Bejerman poco y nada me dicen (1). Apenas veo ahí la novedad de lo nuevo. Siempre he sido una lectora caprichosa y de amores imposibles: Fontanarrosa, Cohen, Asís, Silvina Ocampo, Borges, siempre Borges, Fogwill, Laiseca(2), López, Puig, Copi, son literatura; Caparrós, Martínez, Sábato, Forn, Aguinis, Aira (3), Bioy, Birmajer, Zeiger, Gamerro, Muleiro, De Santis, apenas fenómenos editoriales o notas al pie de la literatura argentina, y cuyos libros jamás podrán pertenecer a mi biblioteca más que como fetiches o adornos para tapar las manchas de la pared (4). Borges decía que cuando uno ordena una biblioteca ejerce la crítica literaria. Por eso Lo trágico cotidiano de Papini o Juntacadáveres de Onetti están en un lugar privilegiado de mi biblioteca y a Paul Auster o a Feiling los tengo tirados por algún lugar de casa.

Aclaro, no es que no me interese lo que se esté escribiendo hoy, lo que no me interesa es leerlo simplemente porque es lo que se escribe hoy. Ni considero que se esté más cerca de lo contemporáneo leyendo lo que se publicó en el último año en la sección narrativa de elinterpretador que leyendo a Balzac o Las mil y una noches. Entonces se me podrá preguntar, ¿a ver, conchudita, ya que vos la tenés tan clara: qué es lo que se debería leer hoy? A lo cual sólo podría responder, ¡qué se yo!, lo que tengas ganas, lo que tus obligaciones académicas te ordenen leer, lo que te caliente más, lo que tu intuición y tus gustos y conocimientos de literatura te orienten a leer.

Pero entonces, qué hago acá escribiendo y presentando a un escritor "nuevo", que no conoce nadie y que quizá nunca llegue a escribir eso que veo como potencial indudable en los pocos textos que leí de él. Simple, cuando lo leí me gustó y me hizo reír y disfruté de la lectura de sus textos. Poco serio, esto no es una crítica seria, se me podrá decir. Es verdad, pero si quisiera escribir crítica seria sobre literatura no escribiría porque sí en elinterpretador sino que haría lo imposible por ser sierva de Radar, Ñ, o los suplementos culturales de Perfil y La Nación, o intentaría desvivirme y hacer méritos para ingresar en cierta zona aurática –y espectral, agregaría— hoy demasiado extendida de la universidad donde las palabras leer, pensar, escribir, crítica, son apenas las coordenadas de una constelación que crea un mito de origen que los excusa de toda relación con alguna forma viva y vital de la lectura, la escritura, las ideas y el acto de la crítica que no es tal en tanto no pone en cuestión sus propios presupuesto que lo fundan(5).

Max, en los primeros mails, me envió dos cuentos. Uno era una carta de amor de Osama Bin Laden a la hija de Bill Clinton y el otro, una carta-mail de la monjita Horta desde el convento a su primo Pijo, donde le cuenta a su primo el descontrol de sexo y drogas que es el lugar. Cuando le pasé este último cuento —que luego supe que no era tal sino el capítulo de una novela, que se llama El epistolario privado de la familia Chrash-Pijatoes-Dummies, donde se cuenta a partir de cartas y mails la historia oscura e incestuosa de una familia sanjuanina— al Duende Japonés me escribió, "el cuento de la monjita Horta es una suerte de Justine bonaerense".

Como lo que leí me gustó e intuí que ahí había algo, le mandé un mail pidiéndole más textos y me envió el cuento El polvo del Ensayo del Eterno y la obra de teatro Aquiles y Patroclo. Los bajé a un diskette en el ciber y me fui a mi casa a leerlos. No soy lo que se dice una lectora que lee rápido ni que cuando lee lee, soy más bien dispersa y cualquier cosa me saca de mi lectura. Pero cuando puse el diskette en la computadora y abrí los archivos no pude desviar los ojos de la pantalla.

Lo que leí me encanto. Quizás sea una porquería, pero a mí me encantaron esos textos y cuando tengo que leer intento guiarme por mis gustos personales, los cuales son los únicos que cuentan. ¡Qué voy a leer, a Tomas Mann, porque le guste a Ricardo Foster o a Hernán Sassi! ¡Ni loca, si a mi me parece un plomazo, independientemente que Mann sea Mann!

El polvo del Ensayo del Eterno es un cuento porno sadomasoquista bufo, cuyos personajes son, ni más ni menos, Martin Heidegger y Hannah Arendt. Y el cuento está perfecto aunque falle en alguna que otra línea –¡ja, Mirá quién habla!— porque el relato permite ser leído, tanto si uno maneja mínimamente la obra de estos filósofos como independientemente de ellos, si se desconoce lo elemental de sus vidas y obras.

En cambio, la obra de teatro Aquiles y Patroclo, reescribe una parte de La Odisea para contar el ocaso del amor entre estos dos personajes. Y creo que es aquí donde Max despliega en todo su esplendor su vena narrativa y su humor. Y como en el cuento de Heidegger y Arendt, uno puede nunca haber leído La Odisea –yo no la leí— y no por esto estar imposibilitado de seguir la pieza de teatro y sentir el placer del texto al calor de la lectura.

Cuando terminé de leer estos dos textos de un saque, al toque, empecé a buscar parentescos, filiaciones y precursores de los mismos. En el cuento de Heidegger y Arendt me pareció que había cierto aire laisecano, cierto placer por cruzar en sus narraciones sexo, humor y perversión. Y en la pieza de teatro de Aquiles y Patroclo, cierta impronta copiniana donde el humor y el sexo (como en el caso de Laiseca, pero con otras características e imaginarios) son el motor que ponen en funcionamiento los diálogos.

Pero también creí encontrar, en esa necesidad estúpida de buscar a qué se parece lo que acabo de leer, a otros dos escritores que cruzarían transversalmente a estos textos de Max. Uno sería Roberto Fontanarrosa y cierta zona muy precisa y reconocible de su cuentística. Aquella zona donde Fontanarrosa rescribe en sus cuentos episodios históricos o literarios (y que a mi particularmente no es la que me gusta, sino aquella donde un personaje cuenta en primera persona una historia, o esos cuentos en tercera persona donde varios personajes hablan en un bar o en una cancha de fútbol o en la vereda). Y sin embargo, eso que no me gusta en Fontanarrosa, lo encuentro en Max y me gusta.

El otro que cruzaría transversalmente estos textos es Woody Allen. El Woody Allen de los Cuentos sin plumas o de su película La última noche de Boris Grushenko. Esa comedia donde Woody hace un homenaje a la literatura rusa y donde los personajes, rusos del siglo XIX, hablan como neoyorkinos de la década del 70, de 1975.

Ahora, ya no se qué tanto hay de todo esto en sus textos, pero lo escribo porque es lo que vi en su momento. (Me pregunto, siguiendo el ensayo Prosa de Estado y estados de la prosa, de Marcelo Cohen, publicado en la revista Otra Parte, si tuviera que pensar el Aquiles y Patroclo de Max siguiendo el razonamiento del ensayo coheniano, ¿dónde debería ubicarlo? ¿dentro la categoría "infraliteratura" o "hiperliteratura"? Lo pregunto porque no sabría en cuál de estos casilleros ubicar al texto de Max siguiendo las coordenadas teóricas de Cohen). Y cuando le escribí todo esto a Max, él me respondió que a Copi y Laiseca nunca los leyó porque a San Juan no llegaban sus libros, que de Fontanarrosa solo leyó algunos cuentos allá en Estados Unidos pero no le gustaron, y de Woody Allen que le gustaban sus películas y que de sus cuentos una vez le hablaron en una fiesta. Y me señaló un escritor que a mi se me había pasado y que obviamente atraviesa su imaginario narrativo, Leo Mashlía.

Y como no se me ocurre cómo terminar esta presentación de Max y su obra de teatro Aquiles y Patroclo, la voy a terminar contando una anécdota que me contó unos días atrás el bombón de Juan Leotta. Una anécdota digna de pertenecer a alguno de los libros de historias de derviches sufí que recopila Idries Shah.

Leo Mashlía aparte de escribir cuentos, novelas, obras de teatro, operas, canciones y dar recitales, también suele dictar cursos de escritura. Pero la anécdota que me contó Juan Leotta no está relacionada con un curso de escritura sino con un curso de música. Resulta que Leo Mashlía, en su primer clase, luego de las presentaciones obligadas les dictó un pequeño ejercicio a sus alumnos. Éstos lo hicieron y cuando Leo Mashlía lo tuvo que evaluar notó que nadie había respondido ni bien o mal a su consigna, sino que cualquier cosa, menos lo que él pedía. Entonces anotó algo en un papel y se retiró del lugar sin decir nada. Los alumnos al pasar los minutos y notar que Leo Mashlía no volvía se impacientaron. Hasta que uno se levantó y se acercó a la mesa donde Mashlía antes de retirarse había dejado una hoja con algo escrito. Y la hoja decía lo siguiente: "para tocar música primero hay que aprender a escuchar".

Elsa Kalish

 

NOTAS

(*)Las personas o instituciones citadas en este texto, como lo que se opina sobre ellas, debe ser entendido en el contexto de una operación masturbatoria propia de una chica de Letras. Buscar en esta operación –palabra que, como dice Jorge Panesi, no hay chica de Letras y aledaños que no le guste hacer proliferar– agravios gratuitos sería un despropósito, ya que lo único a lo que se aspira al efectuarla es a encontrar el placer –¿o el goce?– de hablar mal del prójimo para acabar en el texto y sus voces.

(1)Releyendo lo que acabo de escribir me doy cuenta de que al mencionar escritores nuevos que "critico" no hago ninguna mención a ninguna de las narrativas del grupo editor de elinterpretador. Y como la revista está lejos de no admitir miradas contrarias y críticas a las diferentes estéticas que conviven en ella, no veo la razón para no incluir unas líneas acerca de qué no me gusta de algunos de ellos. Lo escribo como nota al pie, porque el texto ya lo terminé y no sé cómo incluir estas palabras en el cuerpo central sin tener que empezar a mover una vez más todo de lugar.

La serie Ampere de Juan Diego Incardona nunca me gustó. Sé que hay un trabajo arduo hasta la exasperación con el lenguaje en esa escritura, pero a mí no me gusta. Y más, encuentro en Ampere, cierta resonancia en su prosa que la ligaría a William Burroughs, pero no de forma directa sino que le llegaría, interferida y reelaborada, por la pluma del Indio Solari de alguna de las letras de sus canciones y de sus textos de El crimen americano. En cambio, mucho menos pretencioso, con una escritura "menos cuidada", en sus historias de Villa Celina, yo encuentro, ahí, textos que me gustan, que leo con placer. Lo único que no comparto de esas historias de Villa Celina –que repito, disfruto al leerlas— es cierta mirada romántica del barrio y el Conurbano Bonaerense que no comparto y hasta diría que me ubica en un lugar diametralmente opuesto y refractario a su mirada. Porque veo en esa mirada el punto de vista de las películas de Palito Ortega y Sandrini, donde el barrio y lo popular se mitologiza y pierde de vista que el Conurbano no es otra cosa que el Tercer Mundo con toda su carga de brutalidad, enajenación, violencia y humillación.

Por otra parte, en los cuentos de Camila Flynn, como Ouroboros o El arte de amar en la Edad Media veo un manejo de la escritura envidiable y muy personal. Cami tiene líneas que cuando las leo no puedo dejar de pensar, qué hija de puta, por qué no se me ocurrió a mi esa línea. Pero hay algo en su escritura que me expulsa, que no me gusta, que me impide entrar en su lógica narrativa.

(2) Leer, imagino, siempre supone un recorte donde se ponen en juego muchas variables. Lo cierto es que no siempre se deja de leer a un escritor porque se lo ningunee o no se lo reconozca –donde el turco Asís sería un buen caso testigo de ninguneo hoy, o Borges por falta de reconocimiento, producto de una mala lectura en los 60 y 70 por jóvenes románticos borrachos de revolución y sangre— sino que a veces queda fuera de toda lectura crítica porque sí. Pasa, sucede, sin que por ello haya que leer que ahí hay un complot hacia el escritor por su obra o sus signos políticos, ideológicos u opciones estéticas.

Creo que algo de ésto sucede en el caso de Alberto Laiseca. ¿Quién hoy podría con un mínimo bagaje de lecturas y conocimiento de la historia de la literatura dudar de que La mujer en la muralla o Las aventuras del profesor Eusebio Filigranatti es literatura? Creo que nadie –aunque siempre hay un roto para un descosido—, lo cual no quiere decir que esas obras u otras de Laiseca les tengan que gustar, o lisa y llanamente les resulten un plomazo.

Pero lo cierto es que mas allá de prólogos de Ricardo Piglia o Fogwill a sus libros, nunca he encontrado trabajos o ensayos o ponencias –ese género, tan desapasionado y poca cosa, que torna al acto de leer y escribir un trámite que garantiza puntos en el fixture de la supremacía del más apto por lograr un lugar de poder en los claustros del saber; claro que hay excepciones, y una excepción notable es Benesdra: el gran realista, de Nora Avaro, ponencia donde si bien respeta todas las requisitorias del género también las viola porque es un texto apasionado y que está escrito con calentura, enamorado de aquello que lee y escribe— acerca de los libros de Alberto Laiseca. Y se me ocurre un posible trabajo por dónde entrar a la obra de Laiseca. En las facultades argentinas desde hace años se lee hasta el vómito a Walter Benjamin –Benjamin es una suerte de comodín que actúa en el pensamiento vernáculo como una carta que permite fundamentar ideas más que sugestivas así como exceptuar y justificar a otros de toda responsabilidad engorrosa de tener que pensar nada—, y uno de esos textos es El narrador. Bien. Laiseca, desde el 2003, viene conduciendo un microprograma en el canal de cable I-SAT, donde cuenta historias de terror. Cada programa agarra un cuento de Poe, Bierce, Lafcadio Hearn o Quiroga, y lo narra oralmente, lo reelabora y lo pasa por el tamiz de su arte de narrador. Vuelve a contar un cuento, como por ejemplo: El beso, de Bécquer, pero con sus propias palabras, y lo que logra, ahí, es lo que Walter Benjamin escribe como algo casi extinto y perdido en el siglo XX en su bellísimo, bellísimo, bellísimo ensayo El narrador.

(3) Si bien César Aira, autor de Los fantasmas, no es del todo justo que esté en mi biblioteca del lado de aquellos escritores que solo sirven para decorar una pared y tapar las manchas de humedad, lo cierto es que sus novelas me resultan menos interesantes que la operación Aira en sí. Es decir, no puedo dejar de estar atenta a la operación Aira y todas sus estrategias originales y únicas en torno a las cuales éste viene construyendo hace años su obra y su figura de autor en la narrativa de las últimas décadas, pero sus novelas están muy lejos de mis deseos de lectora. Y ahí están los ensayos de Nancy Fernández El artista como crítico: notas sobre César Aira, o el de Sandra Contreras En torno al realismo, donde se lo lee a Aira como crítico notable y narrador excepcional.

(4)Sé que no hay peor cosa que decirle a alguien que escribe: no me gusta lo que vos escribís. Yo incluso suelo ser más taxativa, lo de Pirulo es una cagada y lo de Menganito una basura, pero cuando vierto esta crítica tan sofisticada y compleja, estoy lejos de pensar que nunca debería haber sido escrito o publicado ese material, sino simplemente que a mí no me gusta y si fuera por mí eso nunca se publicaría. Claro que digo esto conociendo la anécdota de los hermanos Gallimard, cuando Louis Ferdinand Celine les lleva el original de Viaje al fin de la noche, y éstos se lo rebotaron para ser publicado en la editorial.

Aclaro esto para que se entienda desde dónde escribo, esto es literatura y esto no es literatura, desde mis propios gustos personales, que son los únicos que puedo sostener y no siempre fundamentar.

Y esto me lleva a una anécdota que contó en una clase Américo Cristófalo. En ella Américo nos contó que él cursó sus estudios universitarios en España y que si bien sus profesores atrasaban décadas en materia de teoría literaria, algunos de ellos eran apasionados eruditos y traductores de clásicos. Y nos contó de un profesor de él que había sido franquista en su momento y en la década del 70 lo seguía siendo, orgulloso de haber perdido un brazo en la guerra civil y que le dijo algo que lo marcó. Este profesor, que lamento no recordar su nombre, dijo en una clase que uno puede leer una cantidad limitada de libros a lo largo de una vida. Supongamos que uno empieza a leer a los 12 años, vive 70 y lee ininterrumpidamente 4 libros por mes, es decir, uno por semana. Esto nos lleva a que en 58 años de vida de lector, leyendo 4 libros por mes, 48 por año, terminaremos leyendo hasta el momento en que la Huesuda nos venga a buscar, 2784 libros a lo largo de una vida. 2784 libros no es una mala cifra para armar una biblioteca considerable, pero también es verdad que si uno tiene en cuenta todo lo que se ha escrito en la historia de la literatura universal –en la cual incluyo en literatura universal a la filosofía, teología, ensayo, diarios, poesía, teatro y narrativa— tampoco es mucho. Así que el profesor de Américo Cristófalo les recomendó a sus alumnos, que dado que la vida del lector tiene posibilidades finitas de ser y la oferta de lecturas posibles se presenta como algo infinito, debían ser muy cautelosos a la hora de elegir qué decidían leer y qué no, porque en esa decisión y elección de los libros que optaran leer a lo largo de sus vidas podían dejar afuera a un clásico por una novedad sin importancia o a un libro que sería central para sus vidas por otro que nada tendría que ver con ellas.

(5)Con relación a las miserias del mundo académico y el pensamiento rentado se me ocurre que una aproximación sugerente al respecto pueden ser los ensayos: Qué pasa cuando no pasa nada de María Pía López, o La gula, el pan del intelecto de Margarita Martínez.

 

 
 
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Elsa Kalish

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Margen inferior: Caricaturas y Ruslan Vashkevich, obra.