Nótese que este sapo hablaba de más. Lo primero que dijo fue “baba”, después otras cosas y un día le contó a la abuela Elisa que el abuelo Tomás andaba con otra mujer. Ahí se convulsionó todo. Yo estaba con ella cuando se lo dijo; en esa época pasaba los veranos en su casa de Lanús. Los que conocen sólo el centro de Lanús tal vez encuentren poco creíble que por ahí haya sapos: Lanús es ciudad cosmopolita, es cierto, pero también tiene sectores casi agrarios, con calles de tierra, quintitas minifundistas y alambrados en los jardines. La casa de mi abuela quedaba por ahí. Era un hábitat ideal para sapos.
Esa tarde, mi abuela miraba una novela en la tele y yo el reloj colgado sobre la heladera: podía estar cuarenta minutos o más viendo las agujas moverse desde las once hasta las doce para que empezara el Super Agente 86. Estaba un poco al pedo.
–Nunca más –el sapo, sentado en la ventana de la cocina, repetía esto con voz intencionalmente grave cada vez que alguien en la novela decía cosas como: ¿cuándo se hará justicia?, ¿qué le has dicho?, ¿te ha llamado?, etcétera.
Yo había leído el poema ese del cuervo y entonces entendía el chiste, pero mi abuela no:
–Qué insoportable este sapo…
Estimo que el sapo se ofendió, porque cuando la escuchó vituperarlo largó lo del abuelo. Le dijo: mejor insoportable que cornuda, y cuando la abuela le dijo repetí lo que dijiste, él dijo nunca más. Y se cayó a la pileta de lavar los platos. Estaba nervioso.
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Cuando mi abuelo llegó del trabajo, me metí en el cuarto pero dejé la puerta entreabierta para escuchar. Elisa lo encaró sin vueltas. Tomás, por supuesto, negó todo y se empecinó en saber de dónde había sacado mi abuela falacia tal. Dijo así: de dónde sacaste falacia tal.
–Me lo contaron.
– ¿Quién?
–Un pajarito, qué importa.
Se ve que el sapo también estaba por ahí, porque ni bien mi abuela dijo eso escuché que él agregó: yo soy el pajarito. Ahí empezaron a discutir fuerte, mi abuelo lo acusaba de destructor de hogares y de mentiroso, el sapo amenazaba con contar más si lo seguía insultando y mi abuela lloraba la traición de su marido: ya nada va a ser como era, decía, algo se rompió para siempre. Eso roto para siempre era la confianza, que cuando se rompe, se rompe para siempre. Mi abuelo, por su parte, tampoco podría volver a confiar en el sapo. Escuché que le decía: vos eras mi amigo, yo te cuidé. A esa altura yo empecé a imaginarme el melodrama.
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En la semana siguiente el sapo ni pintó. La casa parecía un tango.
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Ocho días después, cenábamos rabas con papas fritas cuando llamaron a la puerta. Las rabas tenían un gusto asqueroso. Perdón la hora, dijo Azucena, pero pasó algo terrible. Traía una caja verde, vieja y arrugada: era el sapo, estaba muerto. Azucena, que había presenciado el suicidio, se disculpó por lo que iba a decir, pero creía que contar todo era lo menos que podía hacer por su amigo. La noche anterior, dijo, ella y el sapo habían estado juntos hasta tarde en el bar. Después de muchas cervezas, él le había confesado su amor por Elisa. Durante muchos años había intentado, de mil formas posibles, conquistar su corazón. Había sido gracioso, romántico, aventurero, hasta había leído a los clásicos para impresionarla. Fue ese amor profundo el que lo llevó a mentir, como último intento por ganarse a mi abuela, y decir que mi abuelo estaba con otra. Como Elisa igual no lo quiso, así no valía la pena vivir. A través de Azucena, quería hacerles llegar sus disculpas y su eterno agradecimiento por los años que habían pasado juntos. También, tenía un último pedido. Acá Azucena tragó saliva y se quedó callada. Mi abuelo se puso ansioso.
– ¿Cuál?
Azucena sacó un papel de su bolso y lo leyó. Era la palabra del sapo: “Si el amor no me fue concedido en vida, aún guardo la esperanza de que me llegue cuando haya muerto. El amor es volverse uno con el otro. Por eso, no quiero que me entierren. Mi última voluntad es que me coma Elisa. Hasta siempre, Gregorio”.
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Hubo debate. Mi abuelo estaba indeciso: el sapo se había portado mal con él, que era su amigo y lo había cuidado, y entonces no le daban ganas de hacerle el favor. Además, agregó, sería entregarle a su mujer, en cierta forma. Aunque no estaba claro qué forma era la cierta forma, nadie indagó más: nos daba cierto pudor. Pero Gregorio había sido buena compañía y tal vez sería sabroso y todo, dijo mientras revolvía con el tenedor las rabas en el plato. Mi abuela se quebró. Pobre sapo, llegó a decir.
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Las decisiones respecto a la cocción se discutieron largos minutos. Gregorio debería haber sido más preciso, dije yo, el último deseo de un amigo implica mucha responsabilidad. Al fin nos decidimos: lo haríamos al horno y, más importante, sin condimentar, para que se mantuviera su esencia. Cuando abrimos la caja, mi abuela pegó un grito: Gregorio estaba irreconocible. Para matarse, nos contó Azucena, se tomó una botella de whisky, se fumó un cigarrillo y se hizo aplastar por un auto. Estaba despedazado, y aunque esto fue medio asqueroso ni bien lo vimos, después facilitó bastante la cocción. Media hora más tarde, mis abuelos se sentaron a la mesa. Mi abuelo Tomás había decidido que él también comería un poco, creo que por celos. Parece que estaba riquísimo: se lo comieron todo, mi abuelo hasta pasó un pan por el juguito que quedaba en el plato. Qué rico el gustito a whisky, dijo mi abuela, debería probar cómo le queda al pollo.
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Cuando terminaron de comer, Azucena abrió su bolso y sacó un sobre que decía “Para Elisa”. Estaba cerrado. El sapo le había pedido a su amiga que lo entregara en la sobremesa, pero sólo si él había sido el plato principal. Mi abuela le pidió que lo leyera. Decía: “Amada: si no puedo tenerte yo, no te tendrá nadie: la comida estaba envenenada y el efecto será inmediato”. Y ahí los gritos. Azucena juraba que ella no sabía, mi abuela despotricaba contra Gregorio y Tomás le gritaba a la abuela que era una puta, que era todo culpa de ella que siempre se hacía la linda.
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Fue horrible: murieron rápido, y con dolor. Hoy, cuando lo recuerdo, me gusta pensar que el abuelo intuía el engaño y que fue por eso, no por celos ni por hambre, que decidió comer él también. Lindo morir con quien se ama, aunque una pena que haya sido así. Igual, qué se yo, ya estaban viejos.
Natalia Moret