el interpretador ensayos/artículos

 

El Cruzado

Christian Ferrer

Prólogo a la reedición de Vidas de muertos de Ignacio Anzoátegui, que edita este mes la Biblioteca Nacional.

 

 

 

 

"Ha llegado el momento de recordar al hombre que su ocupación sobre la tierra no es la de vivir la vida sino la de vivir la lucha. Y para luchar es necesario saber que el enemigo existe y que se llama el Diablo"

Ignacio B. Anzoátegui

 

I

Ignacio Braulio Anzoátegui fue poeta, activista intelectual del nacionalismo católico, juez, ensayista, biógrafo burlón y aforista vitriólico, quizás en ese orden. Y fue, ante todo, un creyente que juzgaba a hombres y acontecimientos según la actitud demostrada ante la fe y las sagradas escrituras. La fe de siempre, porque el Dios sentimental erigido a imagen y semejanza del hombre moderno le parecía una débil maqueta del verdadero. Quizás la Edad Media, época a la que defendió y ensalzó, fuera el tiempo en el que le hubiera gustado vivir, en tanto la imaginación social y la disposición intelectual de Anzoátegui contienen a un cruzado. Su catolicismo era tradicional y tradicionalista, muy lejano, opuesto en verdad, de las renovaciones del dogma que el Concilio Vaticano II promovió en la década de 1960 y que fuera objeto de su animadversión. Y ya en tren de rechazos, también le repelían Lutero, Calvino, Mahoma, el Sanedrín y Buda, e incluso Fray Bartolomé de las Casas, pues Anzoátegui no era hombre de medias tintas.

Nació en La Plata, pero su familia llevaba siglos afincada en la Provincia de Salta, sede de una aristocracia estancada en la época de las aduanas secas; y si se remontan las ramas del árbol más allá de América encontraríamos anzoáteguis en el país vasco. En un poema dedicado a la fundación de la ciudad de Salta se la enaltece como "aventura del catecismo y la espada, para gloria de una raza". La raza era la hispana y el catecismo, justificación y ennoblecimiento de la espada. Se diría que su pluma asumía la forma de una cruz, o de una pica clavada, porque Anzoátegui fue un autor belicoso que no temía recurrir a las zonas más peligrosas del arsenal de la lengua. Su estado mental era litigioso, como suele serlo el de los abogados, que también lo fue, y por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde alguna vez llegaría ser profesor adjunto de derecho civil.

La característica de creyente dio confines a su obra e impulso a sus escaramuzas intelectuales. De esta primera asunción se desprenden su preferencia por el revisionismo histórico y el nacionalismo católico, tanto como su hispanismo atrabiliario y su feroz antisemitismo. Un cristianismo que resulta ser, por momentos, antediluviano, de los tiempos de maricastaña. De no ser por su gusto por la paradoja y por su conformidad con formas modernas del caudillaje, Anzoátegui hubiera merecido nacer mucho tiempo atrás, cuando Cristo estaba en marcha, haciendo prosélitos y desembarcando la buena nueva. El apolillamiento del mensaje divino por obra y gracia del sacerdocio perezoso no le concernía, como tampoco era suya la batalla por remozar la misa, el lenguaje y la ideología de la Iglesia. "Peluqueros": así estimaba a los obispos reunidos en concilio por el Papa Juan XXIII, y a la clerecía "dialogante" anteponía la iglesia militante. La fe custodiada por Anzoátegui era la original, tan angustiada como entregada a la misericordia divina, que sabe que también el diablo dispone de un lugar asignado en la vida de la creación.

En algunos pasajes y en algunos versos exponía una admiración casi panteísta por la creación, a la cual imaginaba como un "complicado parque de diversiones", idea coherente con el Dios refulgente y milagroso de la teología medieval, y no con el severo Dios de los protestantes ni con el "Dios domador de circo" de los judíos. La guerra de Anzoátegui oponía bloques espirituales uno contra el otro �"el ruiseñor angélico contra el papagayo diabólico del paganismo"� y la Biblia era su vara de medida. La idea al uso de "choque de civilizaciones" ya estaba presente en los escritos de Anzoátegui, entendiéndose que la civilización auténtica era la española y ninguna otra, convicción que no le restaba fervor a la hora de saludar, rememorar o defender a la Alemania nazi o la Italia fascista, supuestos muros de contención del ateísmo: "es la guerra del hombre redimido contra el hombre desesperado, del sueño occidental contra la blasfemia oriental". Lo dice en enero de 1946 durante una conferencia dada en la Escuela de Mandos de la Falange Española. "Para equivocarse �decimos los antiliberales� es necesario equivocarse apasionadamente, porque la pasión es la única explicación del error". No es seguro que el argumento le sirva a Anzoátegui de excusa en su propio y magno juicio.

 

II

Fue el "niño terrible" de la derecha argentina. Caústico y caprichoso, batallador y sarcástico, tajante e ingenioso, intolerante e irreverente a la vez, se diría que redactaba con estoque y al ritmo del sonsonete. Su idea de la crítica no supone la disposición constructiva, muy por el contrario: "no respetar las ideas ajenas sino cuando coinciden con las propias" era uno de sus apotegmas, que no desentona con esta "florecilla espiritual" que le servía a modo de máxima: "hoy mismo mandar a alguien al carajo". Se comprenderá que un talante en el cual confluyen la postura beligerante, el empleo de la paradoja y una dosis de desparpajo haya descollado en el arte de injuriar al adversario. Una vez localizado el punto débil del afectado, Anzoátegui lo zahería con violentos retruécanos o lo ridiculizaba a partir de un detalle vital, refutándolo con mordacidad y malicia. Y a veces pegaba en el clavo y otras veces era apenas ocurrente. El argumento de Anzoátegui es ad hominem, y por eso sus ideas suelen acabar en exabrupto, y viceversa. En tanto los retratados, o más bien condenados, eran enemigos de su fe, una buena pizca de injusticia premeditada interviene en el delineado de los prontuarios, que solían ser breves y concisos. Cada "gran hombre de la historia" que comparecía ante el tribunal de su conciencia estaba expuesto a escuchar un fallo antojadizo, fundado en prejuicios abismalmente caprichosos o en la normativa bíblica. Da la impresión de ser un centinela de la cristiandad en estado de alerta existencial y predispuesto a desenvainar, quizás el florete, que es el arma que conviene a un estilista.

Se desempeñó en la magistratura, entre 1937 y 1955, primero como secretario de juzgado, luego como asesor de menores e incapaces, y al fin como juez, en el fuero civil y en la Capital Federal. Había escrito que "la tolerancia no es equilibrio, sino haraganería humana", y no vacilaba en tomar partido, en el entendimiento de que únicamente su partido tenía razón, pues la Biblia no era para él ficción sino verdad revelada. Y a los de enfrente, o se los convierte o se los combate. El tono al que recurría era lírico si le concernía la salvación, combativo cuando terciaba defender a la cruz, burlón cuando hacia fintas en torno de un contemporáneo, implacable al juzgar a los enemigos de otros tiempos, y bronco en general. Se justificó a sí mismo: "a los personajes históricos los tomo, sí, de la vida, pero al hacerlos míos, los hago ficticios". No tanto, pues los títeres que decapitaba actuaban sobre un tablado político: "el circo es el mundo inhabitable que habitamos, circo que los hijos de los payasos dirigen tranquilamente a sueldo de los empresarios, olvidando que ellos son los hijos de los payasos".

Aunque compartía con Gilbert K. Chesterton la imaginación paradojal y con Friedrich Nietzsche el tono de furia sagrada, carecía del espíritu de bonhomía y ecuanimidad del primero así como desconocía el rango de problemas que abarajaba el filósofo alemán. El recurso a la coloquialidad criolla o los rejuntes fantásticos por el cual maestras normales, inmigrantes italianos y gorriones pueden ser metidos en la misma bolsa a modo de descalificación transforma a sus ensayos en obras ingeniosas y poco solemnes, pero sus temas son siempre los mismos y, a fin de cuentas, monótonos. Su arsenal lingüístico también termina por hastiar: hombrías de bien, señoríos, valentías, hachas, espadas flamantes, revuelos de cuchillos, guantes de hierro, varones entreverados, charreteras, fustas, cargas a muerte, pistolas gatilladas, sin exceptuar a los regimientos de ángeles lanzafuegos. Una vez escribió que "la rabia contenida es el odio irredento". La fábula parece hablar de él mismo.

 

III

"Sirvió para demostrar que se podía ser católico sin ser tonto": eso es lo que Anzoátegui dijo de la revista Criterio, en la que colaboraba hacia 1930 y haciéndose de un nombre entre los lectores de la prensa conservadora. Pero antes que la revista en sí misma, y como rescoldo de su gestación, existían desde 1922 los Cursos de Cultura Católica, a los que Anzoátegui rememoró al final de su vida como baluartes contra la "heredosífilis liberal y la chivatería masónica". Los cursos eran fogoneados por Tomás Casares y Atilio Dell�Oro Maini, y con ellos se pretendía dar forma a una intelligentzia católica a fin de suplir la ausencia de un partido político confesional, ambición siempre frustrada. La revista oficial de los cursos se llamaba Ortodoxia, pero por ese tiempo existían muchas otras publicaciones conservadoras, entre otras La Fronda �casi perenne� y La Nueva República, donde colaboraron los hermanos Irazusta, Ernesto Palacio y César Pico. Son nombres que se repetirán y entrecruzarán en la historia intelectual del conservadurismo, y cada uno abrirá diversos cauces a la revisión de la historia argentina o incursionará, con suerte dispar, en política. Ignacio Anzoátegui se integró al nacionalismo católico, subæspecie "hispanista".

Criterio apareció el 8 de marzo de 1928, y se presentaba como una revista literaria y de ideas dedicada a restaurar "la disciplina cristiana en la vida individual y colectiva". El director era Dell�Oro Maini y lo secundaban Tomás Casares, Faustino Legón y Emiliano Mac Donagh. Allí publicaron Francisco Bernárdez, Jorge Luis Borges, Julio Irazusta, Ernesto Palacio y Manuel Gálvez, y entre los ilustradores sobresalía Juan Antonio Ballester Peña. Pero en enero de 1930 una parte del grupo se escinde y funda Número, dirigida al comienzo por Julio Fingerit y luego por un triunvirato conformado por Osvaldo Dondo, Mario Mendioroz e Ignacio Anzoátegui. Era, naturalmente, una revista católica, pero quizás menos dogmática que Criterio. Se incluyeron ilustraciones de Héctor Basaldúa y de Norah Borges. La revista desapareció con el número 24, de diciembre de 1931, y no sin antes dar a conocer esos obituarios descarnados que Anzoátegui luego recolectaría en Vidas de muertos.

La generación de hombres argentinos que se dejó llevar por estos afluentes creía que el mundo del liberalismo estaba caduco, y que amanecía un "nuevo orden". No eran los únicos. La "mano fuerte" dejaba de ser un excéntrico requisito político de los latinoamericanos, y Benito Mussolini, Adolf Hitler y Miguel Primo de Rivera ya se habían encaramado en lo más alto, y por las malas. A su vez, los intelectuales conservadores se remozaban y daban batalla en dos frentes, contra liberales y contra izquierdistas. Anzoátegui creía en "el mando ganado por derecho de mando y en la obligación de mandar que tienen los hombres que saben mandar", y en la aristocracia, que sería "una virtud de la sangre que se transmite por la sangre o que se conquista por el sacrificio de la sangre". En otras palabras, es un atributo de los pueblos �o de tiempos� guerreros. Luego del 6 de septiembre de 1930 buena parte de esos hombres adquirirían renombre y ascenderían a la función pública junto al General José Uriburu ("todo un señor"), aún cuando el pragmatismo posterior del presidente Agustín P. Justo decepcionara a los idealistas del golpe de estado. También Anzoátegui asumió funciones en el nuevo gobierno. Fue secretario de la presidencia del Consejo Nacional de Educación, donde redactó el Digesto de Instrucción Primaria, y luego secretario de la intervención nacional al gobierno de la Provincia de Corrientes. Asimismo, fue Subsecretario de Cultura de la Nación. Escribió: "una revolución es un acto de cirugía política donde el bisturí es la espada y donde la decisión de facto de un cirujano audaz suple la indecisión de derecho de los críticos solemnes y enchisterados". Y agregó: "nada más antipatriótico que la legalidad en las situaciones de urgencia".

Durante medio siglo Anzoátegui publicó en diversas publicaciones de la derecha conservadora, entre ellas Sol y Luna, dirigida por Mario Amadeo, a la que se integró en 1938. En esa revista, y en 1940, se publicó la siguiente y curiosa proclama, redactada por Anzoátegui: "Acción Monárquica se propone instaurar en la Argentina la monarquía absoluta hereditaria. La monarquía no es el gobierno de un hombre imbécil que tiene un hijo imbécil; es el gobierno de un hombre digno que tiene un hijo digno. Acción Monárquica no pretende levantar un trono y llamar para ocuparlo al representante de una familia más o menos degenerada: pretende preparar el advenimiento de un dictador capaz de engendrar un hijo dictador". La alcurnia debía importarle, pues todavía en 1962, y prologando una antología de Manuel Gálvez, enfatizó su pertenencia a la "aristocracia americana", y esto sin mencionar las guirnaldillas que aquí y allá dedicó a la reyecía de tiempos idos. Ese panfleto tenía un tono burlón, pues si verdaderamente pretendían un gobierno católico, monárquico y corporativo, a la usanza gallega, se tuvieron que conformar con Juan Domingo Perón. Es lo que había.

 

IV

En 1976 redactó estos versos a modo de homenaje: "Mientras la oligarquía andaba a cuatro patas / pordioseando una libra y empeñando el laurel / usted iba llenando los atrios de alpargatas / y enseñando a los hombres a cumplir su papel / por eso en su memoria yo me saco el sombrero y le llamo señor". Es lo más parecido a un arrepentimiento tardío. Se refería a Hipólito Yrigoyen.

 

V

Los enemigos de Anzoátegui eran legión: los liberales, los masones, los franceses, el progresismo, los ingleses �de quienes admira su irreductibilidad�, los protestantes, el romanticismo, los judíos, el Concilio Vaticano, la época moderna en general, los homosexuales, los anticonceptivos y no se excluyen los veraneantes pues, meditando los dilemas tardíos de la España franquista, escribió que "el turista es el agente de las enfermedades venéreas que minan el espíritu de una nación". Y a cada cual le tocó jugar un papel villano y disoluto en su teatro de la historia ideal; de allí que los juicios históricos y geopolíticos de Anzoátegui parezcan gruñidos lanzados a contrapelo de los acontecimientos. O bien son las condenas que un católico asesta a granel y a modo de ensayo general de un juicio final, o son los brulotes de un temperamento recalcitrante que no soporta su incapacidad para superponer su ucronía política sobre la realidad del mundo. De modo que cada época se corresponde con ascensos y caídas de la fe, y en cada una de ellas vivieron hombres de mando, santos, traidores y meros pánfilos.

Roma fue un modelo político para la antigüedad, es decir un imperio, y España �una vez expulsados los moros� lo habría sido para la época moderna: "los árabes habían civilizado España para Mahoma y España quería barbarizarse para Cristo". La Edad Media declinó porque "los caballeros se habían convertido en cortesanos y los pobres en esclavos de los ricos", lo que supone acusar a la buena vida y el afán de lucro de estropear el retablo. Los acontecimientos que se llevaron puesta a la Edad Media no pertenecerían a la historia de la libertad pues "los reyes no se pierden por tiránicos; se pierden por flojos, por no ser efectivamente reyes", lo que le permite disentir con el lugar común convenido acerca de la independencia americana: "no fue América la que renegó de España, fue la metrópoli la que renegó del Imperio". Y el culpable de la cesación, faltaba más, fueron los muchachos roussonianos, según lo especificó ante un público madrileño y falangista: "nosotros seguíamos soñando con la conquista de El Dorado y ustedes habían empezado a soñar con la conquista de los Derechos del Hombre". Cree incluso que para la época de las invasiones inglesas Buenos Aires era la avanzadilla del imperio y que estaba protegida de las tentaciones por el "Santo Tribunal de la Inquisición". Ignacio Anzoátegui era ultramontano. Dijo de sí mismo: "Soy más papista que el Papa".

La Reforma fue un cuartelazo de curas y el Renacimiento, un aquelarre colorinche; la Revolución Francesa es la "anti-Inmaculada" y Napoleón era un badulaque prepotente, en tanto Don Juan Manuel de Rosas, un césar olímpico; Francia siempre habría estado en contra de Europa y, puesto que afiliada al judaísmo, también ha sido casera de herejes; la supresión del velo de las mujeres árabes en la Turquía moderna significó concederles "categoría de sufragistas recién salidas de un harén"; la rebelión romántica no fue otra cosa que un ataque epiléptico y la civilización moderna no vale más que los adelantos sanitarios que trae aparejada, para no hablar de la píldora anticonceptiva: "mil veces más digno es el preservativo, que no exige la inicua complicidad de la mujer". Apenas restaría un vigía en Occidente y es el generalísimo Francisco Franco Bahamonde, pero la esperanza de Anzoátegui en un "destino manifiesto" para la raza ibérica es una apuesta a la irrealidad. Por entonces, España era un paria hambriento y Hollywood apenas prestaba una desleída atención a toreros y gitanas. Y los laureles ofrecidos a la "bravura de Germania" y a las "algaradas carlistas" que nos salvarían de la "media luna de la hoz manejada desde los infiernos siberianos" no pasan de ser bravatas de cenáculo o bien partisanismo demoníaco. En fin, en el siglo XX la añoranza no puede orientar a la política y Franco fue uno de los primeros en despabilarse. Todo �la decadencia y la grandeza de hombres y naciones� lo medía según la vara de la eternidad cristiana, y por ello el paganismo mismo y primigenio no habría sido otra cosa que un intento de reconquistar la armonía perdida por el camino de la belleza. Darwin y su teoría de la evolución le proponen un problema mayor, así resuelto: "prefiero descender de Eva, que era una criatura perfecta, a descender de una ameba, que es un bicho asqueroso y plebeyo".

El sentido de la historia es teocentrista �y etnocéntrico� y por eso la conquista de América fue, necesariamente, un caso de redención espiritual equivalente a una cruzada. Para la época, Ezequiel Martínez Estrada y Héctor A. Murena, también ellos intérpretes del destino de la nación argentina y de América entera, desgranaban un rosario menos mítico y más desesperado. Por el contrario, para Anzoátegui la espada, la cruz, el heroísmo y la asunción de la muerte inevitable fueron los cuatro puntos cardinales de los conquistadores. En fin, la sumatoria de elogios al desembarco español se vuelve empalagosa. Un detalle que resalta y desentona en este cuadro concierne a la patria del "Gran Almirante", pues Cristóforo Colombo era italiano �incluso, criptojudío� y sucede que los italianos no eran más que "una plaga que Sarmiento trajo al país" y contaminante de la sangre pura de Hispania. Se consuela enfatizando que los hermanos Pinzón eran, ellos sí, españoles de ley. Los conquistadores fueron, naturalmente, héroes, y conste que el primer Anzoátegui de América había llegado a estas playas junto a Pedro de Mendoza.

Una vez desanudado el cordón umbilical con España, cada uno de los añicos americanos se forjó una "nacionalidad", a la cual Anzoátegui juzga indispensable e irrenunciable pues "la geografía es un destino, como antes lo habían sido el castillo o las chozas en que moraban los siervos de la gleba". De allí en más, los organizadores del país, todos ellos liberales, se habrían ocupado de arruinarlo. La batalla de Caseros fue el parteaguas, el momento en que el país se "mancó". Inmediatamente antes, Juan Manuel de Rosas "tenía el estilo militar y gozoso de los hombres que saben morir de frente cuando la patria pide que se muera por un valor cualquiera". El hombre añora los tiempos de los caudillos fuertes y del grito de guerra: "la patria, para ser patria, debe tener fiebre". No importa que el voto universal haya sido fruto de la conquista, el regateo o la dádiva, para Anzoátegui los argentinos "conservamos todavía �a pesar de la escuela pública y la radiotelefonía� el orgullo de creernos un pueblo y no tan sólo un electorado". Por cierto, el profesor Anzoátegui había dictado Instrucción Cívica en el Colegio Manuel Belgrano e Historia en el Liceo Normal n� 4 de Señoritas.

Ignacio Anzoátegui creía en la jerarquía natural de las clases sociales, y en los derechos y obligaciones que se corresponderían con cada una de ellas; entre otros, el de mandar para las clases aristocráticas. Las declinaciones y elevaciones de clase conducen a la inferiorización de unos y a la cursilería de los otros. El voto no es el sello de calidad de la política: "el pueblo sabía elegir a sus conductores cuando éstos eran, no sus amos, sino sus servidores, cuando el pueblo no era el montón electoral sino la montonera". Palabras publicadas en 1953, cuando el General Perón era el presidente y el país ya había tenido suficiente de conservadores. Su defensa del pueblo contra el clasismo aristocrático no pasa de ser una reivindicación de la jerarquía: "desconociendo a la multitud como hecho se desconoce a los mejores el derecho de gobernar, porque se desconoce la necesidad de que exista una clase gobernada por aquéllos". Es en ese año, y en sus Monólogos con Lady Grace, cuando Anzoátegui concede que su clase social quizás carezca de derecho al mando pues sus prohombres fueron momificándose en herbarios fotográficos, cuando no en pequeños bustos de tintero antiguo: "y un álbum no es un título suficiente para gobernar".

 

VI

El poeta Anzoátegui recurría a formas tradicionales de composición y la temática era, en general, de índole religiosa. El prosista, en cambio, era contemporáneo, y sus ensayos, espinosos como dardos. La mayoría de éstos fue dispersado entre revistas literarias y políticas del mundo nacionalista, pero también en PBT, Caras y Caretas, Leoplán, Tía Vicenta y en El Hogar; en tanto otros fueron reunidos en libro. Vidas de muertos, el primero, se publicó en 1934, y una década después apareció Vidas de payasos ilustres, que debe ser leído en espejo con el anterior. De comienzos de los años cincuenta es Conversaciones con Lady Grace, cuyo tono argumentativo es notoriamente menos agresivo que el de sus antecesores. De tumbo en tumba y Allá lejos y aquí mismo, que fueron a imprenta a mediados de los años sesenta, son montajes de aforismos. De su devoción por España, el hispanismo y el franquismo dejó testimonio en libros y folletos: Tres ensayos españoles, Genio y figura de España, Extremos del mundo, Olas y alas de España y Manifiesto a las juventudes de la Falange, publicados entre 1938 y 1948, casi todos en Madrid, donde era más apreciado que en Buenos Aires. Se le otorgaron algunos honores: el tercer premio de la Comisión Nacional de Cultura, de 1938, por Tres ensayos españoles; y antes, en 1933, le había sido concedido el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires por Georgina Arnhem y yo.

Una serie de epístolas a una dama de nacionalidad inglesa no exentas de delicadeza y cortesía constituyen los Monólogos con Lady Grace, editado por EMECÉ en 1953. Es un llamado a la conversión de su silenciosa interlocutora, protestante ella, una correspondencia aleccionadora en torno a valores que deben ser defendidos: las fronteras, Occidente, las multitudes, el clasicismo, la libertad, la buena educación, el amor, el alma, la arquitectura y la vida; y también la niñez, los gentiles, el ángel de la guarda y la intimidad, defensas éstas más logradas. Menos convicción parece poner en una defensa resignada del matrimonio, cuyo eventual fracaso sería responsabilidad femenina: "ningún hombre se casa ya mal marido, se hace mal marido, y en la mayor parte de los casos lo hace su mujer", idea solidaria con su convicción de que el hombre es el protector "natural". Todo el libro es un manual de conservadurismo �del que no se exceptúan algunas púazos lanzados a su propia clase social� aromatizado de galantería antigua, un tanto melosa y, en el fondo, misógina.

Vidas de payasos ilustres, publicado por primera vez en Madrid en 1948 y luego en Buenos Aires, en 1954, resulta ser la correlación biográfica internacional de Vidas de muertos �que contenía casi exclusivamente próceres argentinos� pero los camafeos de ultramar tienen menos gracia y agudeza que sus contrapartes nacionales. La recolección de payasos se inicia con Sócrates, a quien sopapea tratándolo de mulato, obeso y abortero. Anzoátegui, naturalmente, se sentía más próximo a los sofistas. Siguen Poncio Pilatos, Francisco I, Calvino y Fray Bartolomé de Las Casas, quien "por protestador, sirve al protestantismo". Corneille era índice de la decadencia francesa y Voltaire, un viejo baboso y pervertido, un "empresario de sí mismo", y encima quien sustituyó el espíritu por el "esprit": una prestidigitación. De Robinson Crusoe dice que es "un Anti-Zarathustra que vive en un manual de economía de Stuart Mill". Después de ajustar cuentas con Carlos III �"mariquete empolvado"� arremete contra los relatos de Johann Christian Andersen porque esa niñez "no es la del niño sino la del huérfano". Rudyard Kipling le resulta insoportable, en tanto Tolstoi �"plutócrata ensoberbecido"� tenía una cara "imperdonable". A cada cual, un epitafio. La editorial se llamaba Theoria y sólo daba a conocer autores nacionalistas, en tanto las ilustraciones del libro pertenecen a Ariel Fernández Dirube y parecen extraídas de un manual escolar.

En 1966 Anzoátegui participó de la revista Azul y Blanco, dirigida por Marcelo Sánchez Sorondo, en cuyas cercanías actuaba un joven llamado Juan Manuel Abal Medina. Al año siguiente se integró al Movimiento de la Revolución Nacional, comandado por el General Carlos Augusto Caro y por Sánchez Sorondo. Es en estas circunstancias cuando da a conocer sus dos libros de aforismos, De tumbo en tumba y Allá lejos y aquí mismo, que contienen opiniones enmarañadas sobre personajes, santos, políticos y mujeres, unidos por el azar o el antojo antes que por cadenas causales. Es un picoteo en la historia de Occidente, y justamente "Martín Pescador" fue uno de los seudónimos que alguna vez usó. Pero el contexto político argentino había cambiado mucho desde la década del treinta: el país era una bomba de explosión retardada y todas las palabras públicas venían con espoleta adosada. Justamente, De tumbo en tumba incluye un prólogo titulado "fe de erratas", en el cual Anzoátegui solicita ser juzgado por sus propios prejuicios, "a capricho limpio".

Quizás sea mucho pedir: los momentos hilarantes del libro naufragan entre denuestos y barbaridades que terminan por arruinar el día y el estómago del lector. Anzoátegui evitaba el eufemismo y creía en su derecho personal al insulto, que acaba siendo menos un arte del carajeo que un catálogo de desprecios. Y un índex: Víctor Hugo es el matón de su propia musa; Kafka, un petimetre de la angustia; Martínez Estrada, una estatua aficionada a hacer declaraciones; los positivistas, unos pajarones; la Enciclopedia, la ortopedia aplicada al pensamiento; y así sucesivamente. No todos resultan ser pecadores, y se esmera en la defensa de Camilo José Cela, Dálmiro Sáenz, Graham Greene, Rafael Alberti y José María Rosa, además de confesar su preferencia por Juan Filloy, Leopoldo Marechal y el padre Leonardo Castellani. Y por Sara Gallardo.

Su continua obsesión por las variantes de la corrupción de la carne asombra, y también harta: adúlteros, garçonnières, prostitutas, casas de citas, onanistas, queridas, lesbianas, mariconerías, cortesanas, cornudismos, mujerzuelas, sifilíticos, damiselas, eunuquismos, amantazgos, blenocracias y trafalgarismos homosexuales, para no hablar de las lolitas, a quienes considera mujeres en estado de "putefacción". Incubos y súcubos salían al paso de Anzoátegui, poniéndole sobre aviso que existe al menos un mandamiento divino difícil de cumplir. No carece de opiniones sobre estrellas de cine, interés de largo aliento quizás, pues en un tiempo se dedicó a la crítica cinematográfica. Le gustaban Sofía Loren, Audrey Hepburn, Marilyn Monroe y Claudia Cardinale; no así Brigitte Bardot, quizás porque era francesa. La preferencia por mujeres voluptuosas o inermes es coherente con su desprecio por el feminismo, cuya existencia estaría explicada a partir de "la despreocupación femenina por la cama matrimonial". La publicación del libro también corrió por cuenta de la Editorial Theoria, en 1966, en tanto Sudestada editó Allá lejos y aquí mismo, en 1968, con foto de Anzoátegui en tapa, y con cara de pocos amigos. Y en aquel entonces la Argentina era gobernada por un dictador católico, dañino y tonto.

 

VII

Todo Anzoátegui �el estilo, los temas, los odios� ya está en Vidas de muertos, el primero de sus ensayos, y el mejor. Cuando lo publicó tenía menos de treinta años, y ninguno de sus libros posteriores pudo superar a esta obra de juventud. Se diría que la confirmaron, al igual que lo haría una réplica. Almafuerte o José Mármol, Amado Nervo o Bernardino Rivadavia, los hombres de la historia que con tanto fervor Anzoátegui vituperó carecen actualmente de lectores o defensores, algunos más y otros menos. Eso no le hace mella al libro, que los ha sobrevivido y hasta concedido un último halo de resplandor histórico. Son necrológicas escritas sin anestesia o un santoral negativo poblado de réprobos y herejes, sin faltar los meramente zopencos. Es, además, un ejercicio brusco e impiadoso de crítica literaria. Y aunque muchas veces los juicios estéticos de Anzoátegui se anclen �por todo fundamento� en el capricho personal, también resultan ser un rechazo polémico y zumbón de las formas de leer de su época.

Fue el único libro de Ignacio Anzoátegui en ser reeditado varias veces. Tor lo editó en 1934; Ediciones Buenos Aires lo reeditó en 1940, con dibujo de Héctor Basaldúa en tapa; en 1954 la casa editora sería Theoria, que volvió a imprimirlo en 1978. El libro incluía varios dibujos ya publicados en la revista Número, con firma de Basaldúa, quien anteriormente había ilustrado el primer libro de Anzoátegui, Romances y Jitanjáforas, de 1932, y lo haría un año después nuevamente con La niña del ángel. La cuarta edición incorporó otros tres "muertos" a la galería de cera del autor: Bernardino Rivadavia, Francisco de Paula Bucarelli y José Ingenieros, a los que aplica el mismo tratamiento que antaño dedicó a los otros, es decir más de lo mismo, y aún más. En el nuevo prólogo Anzoátegui califica a Vidas de muertos como un "libro gorila del �30, gorila nacionalista", y declara no abjurar de sus opiniones, a las que agrega esta vez elogios a Mussolini, augurios de renacimiento fascista y nazi, y reiteraciones misóginas.

Vidas de muertos fue copartícipe de una ofensiva antiliberal, puesto que el orden político nacido luego de la Primera Guerra Mundial fue puesto en cuestión �y bombardeado� desde distintos frentes. El fascismo se publicitaba a sí mismo a modo de antídoto, pero también anarquistas y marxistas promovían la remoción del orden social, e incluso lo hacían los militantes de la fe, de cuando se la pronunciaba y escribía con acento, que pretendían volver el mundo "a las fuentes". Anzoátegui se hacía eco de las tensiones intelectuales y políticas de entreguerras a la vez que decapitaba a ídolos locales "con pies de barro", confluyendo entonces en ese parteaguas intelectual conocido como revisionismo histórico, entonces en su despertar. La cursilería, la "asquerosidad romántica" y el liberalismo son tres crímenes aquí juzgados, y se hace escarnio �no sin cierta justicia� de las composiciones en verso que ya en su época eran anacrónicas. Pero cualquiera podría hoy poner tranquilamente en la picota a los propios versos del autor.

Anzoátegui demolió numerosos bustos pero no se privó de enfatizar las señas faciales, haciendo honor a la cachada fisonómica, al gabinete lombrosiano, o al racismo puro y duro. Sarmiento era el hombre "con cara de vieja", Edison tenía cara de "abuela anabaptista" y Schopenhauer, de pesimista; ciertos católicos ponen cara de "bobería"; Francia es la "madama pintarrajosa"; Almafuerte se parecía a Sarmiento "pero no tenía jeta de mulato"; Rivadavia tenía por boca "un bife de lomo y pelo crespo"; Luis XIV parecía una "señorona bombonófaga", y los Borbones ibéricos eran anatómicamente "unos flanes de grasa". La forma elegida, es decir la efigie o lápida tallada �y desfigurada� con puñal, tenía un antecedente local inmediato: la revista de vanguardia Martín Fierro. Desde su primer número, de febrero de 1924 y hasta 1927, la revista publicó obituarios burlones (de seres idos, de contemporáneos, propios), bajo los títulos fúnebres de cementerio, nichos, fosa común, mausoleo colonial y epitafios. Pero el sayo de lapidario le cabe exclusivamente a él, que elevó esa disposición intelectual al rango de obra de arte, además de haberle sido fiel durante mucho tiempo, pues a las "vidas de payasos" añadiría los aforismos de los años sesenta, donde los bosquejos de personajes son tan breves y concisos que tienta bautizarlos como "vidas de muertitos".

 

VIII

Anzoátegui era antisemita, y de los peores: "cuando a mí me preguntan �usted es nazi?, yo contesto invariablemente, sí, soy nazi en el peor sentido de la palabra". Admiraba a Hitler, tanto que en marzo de 1945 renunció a la subsecretaria nacional de cultura por causa de la declaración de guerra de Argentina a Alemania. La mayor parte del repertorio antisemita está encapsulado en sus dos libros de aforismos de la década de 1960, pero ya antes había muescas de aversión en sus escritos, y también antes, a mediados de los años cuarenta, había publicado en revistas dirigidas por el Padre Julio Meinvielle, notorio enemigo del pueblo judío, o Hugo Wast, que alguna vez fuera Director de la Biblioteca Nacional. Asimismo, escribió para Cabildo, revista que no escatimaba el argumento racista. No vale la pena buscar razones en sus palabras: son vómitos que arrastran consigo paranoia política, racismo de clase alta, prepotencia de niño bien de Liga Patriótica, ridiculeces de panfleto y pasquín, horror ante el diálogo ecuménico, catolicismo de inquisición e índex, y todo sazonado con misoginia, repulsión ideológica e invectivas lanzadas contra otros pueblos, trátese de italianos o de esquimales. Cada aforismo dedicado al judaísmo es más abyecto que el anterior y al autor no le es ajeno un talento de agitador de pogromos. Escribió: "para Dios el fin justifica los medios". Se creía educado y sensible, pero algo bestial late en su pensamiento, algo caínita.

 

IX

Ignacio B. Anzoátegui había nacido el 25 de julio de 1905, en democracia, régimen del cual descreyó y contra el cual escribió. Su convicción de que todos los regímenes de gobierno �monarquía, aristocracia, democracia� nacen de la autocracia no varió nunca. A comienzos de la década de 1970 concedió que la crisis argentina podría llegar a exigir de una salida electoral, "pero con la condición de que ella sea intrínsecamente transitoria, hasta que al país se le presente la coyuntura de elegir un dictador valiente, honrado y pintón". Unos años antes había escrito que "el valor sin el aditamento del terror carece de la debida eficacia". Anzoátegui murió el 2 de abril de 1978, en Buenos Aires, bajo una dictadura.

 

Christian Ferrer

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
             

Christian Ferrer

Nació en Argentina en 1960.

Es ensayista y sociólogo. Enseña Filosofía de la Técnica en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Integró los grupos editores de las revistas Utopía, Fahrenheit 450, La Caja y La Letra A. Y actualmente integra los de las revistas El Ojo Mocho, Artefacto y Sociedad. Ha publicado los libros El lenguaje libertario y Mal de Ojo. Ensayo sobre la violencia técnica, así como Prosa plebeya, recopilación de ensayos del poeta Néstor Perlongher, Antología del Pensamiento Anarquista Contemporáneo, y Lírica social amarga, compilación de escritos inéditos de Ezequiel Martínez Estrada.

Publicaciones en el interpretador:

Número 14: mayo 2005 - Vaca flaca y minotauro Ascenso y caída de la imaginación política argentina (ensayos/artículos)

Número 15: junio 2005 - Las damas Acerca del viaje de Marcel Duchamp a Buenos Aires (aguafuertes)

Número 16: julio 2005 - Las partes y el todo (ensayos/artículos)

Número 17: agosto 2005 - Arcángeles (ensayos/artículos)

 
   
   
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).